El mensaje me llega en el momento de disfrute de una novela de la escritora española Julia Navarro. En el preciso instante de estar leyendo uno de los diálogos de dos de sus personajes en La biblia de barro: ¿Qué es la nostalgia? –pregunta el escriba Shumas. El recuerdo de lo perdido, y a veces de lo que uno ni siquiera conoce –responde el patriarca Abraham. Es en ese momento arrebatador de la lectura, sumido en el pensamiento sobre la alegría y la tristeza que podrían estar asociadas al sentimiento mencionado, cuando recibo la noticia de la designación de Sandra Oblitas como la nueva titular del Ministerio para la Educación Universitaria.
Acusé el impacto. Mi imaginación comenzó a dispararse. Con ideas e imágenes acerca de lo que cabía esperar con el nombramiento en ese cargo de un personaje que, en esencia, poco o nada tenía que ver con la academia y la vida universitaria. Como otros tantos que le han precedido. Sin credenciales ni trayectoria de relevancia para asumir tal responsabilidad. Puestos allí con el cometido fundamental de mantener a raya a la universidad autónoma y obligarla de cualquier manera a sintonizar con los intereses políticos e ideológicos de un régimen empeñado en controlarlo todo.
Quizás ahora tengamos motivos para sentirnos más nostálgicos –es lo que pensé. Como efecto de la severa crisis que afecta a nuestras universidades y en reacción a esas designaciones que exacerban el pesimismo, que revelan un enorme desprecio por la gestión institucional de la educación universitaria del país; hoy convertida en una especie de premio especial a la lealtad de funcionarios que, en su larga pasantía por el CNE, se prestaron para destruir implacablemente la credibilidad de los procesos electorales y manipular la voluntad popular para socavar la democracia.
Presente universitario muy preocupante, que probablemente esté dando pie para evocar y echar de menos momentos, acontecimientos y realizaciones relevantes de la vida de nuestras instituciones; e incluso a reminiscencias de aquello que pudo haber sido y no fue, conservado en la memoria personal como algo importante en ciertos casos. Tiempos de nostalgia, podrían decir no pocos colegas, sin exagerar.
Lo que no hay que perder de vista es que esa nostalgia, que en sí podría verse como resistencia al olvido, tiende a expresarse de distintas maneras. En algunos casos, deviene en un recurso utilizado para marcar distancia y “protegerse de ese presente” que se juzga inaceptable, con el apego firme a un pasado sublimado, idealizado, que al tomarse como referencia comparativa, obstaculiza e impide la lectura y la comprensión adecuada de lo que hoy ocurre; y a la postre termina por inmovilizarnos.
En otros casos, se le entiende como un “vehículo de identidad”, como la concebía el filósofo e investigador Sergio Roncallo Dow, a partir de la idea de pensar y valorar el rol protagónico del pasado de forma diferente, como algo que nos constituye, de lo que estamos hecho, fundamental para comprender el presente y construir el futuro como sujetos históricos que son conscientes de “dónde vienen o de dónde se creen venir”.
Hannah Arendt sostenía que el pasado también puede verse como una fuerza, y no “como una carga que el hombre debe sobrellevar y de cuyo peso muerto el ser humano puede, o incluso debe, liberarse en su marcha hacia el futuro”.
Un planteamiento que luce bastante atractivo y de importancia para que insistamos en preguntarnos cómo debemos asumir y orientar esa fuerza movilizadora del pasado, a fin de que pueda iluminarnos en la búsqueda de respuestas esclarecedoras ante los desafíos cruciales de hoy y mañana que afrontan las casas de estudio de las que somos o nos sentimos parte.
Cuestión que hoy nos concierne, por supuesto, en circunstancias en las que se habla muchas veces de la urgente necesidad de resignificar conceptos, principios y otros elementos de gran peso histórico para repensar la universidad venezolana. Uno clave, por ejemplo, es la autonomía universitaria.
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