Al leer y comentar la actualidad a diario, pasamos por alto hasta qué punto está dictada por la larga historia de nuestros pueblos. Somos prisioneros de nuestro pasado colectivo, mucho más de lo que imaginamos; quien no conoce la historia, no puede comprender verdaderamente la actualidad. Si analizamos las dos guerras que hoy nos dominan y amenazan la paz mundial, no están claras a menos que las situemos en una larga trayectoria que abarca varios siglos. Empecemos por el conflicto entre Israel y los tres movimientos terroristas apoyados por Irán: Hezbolá, Hamás y los hutíes de Yemen. ¿Cómo entender que Irán, que no tiene una frontera común con Israel ni intereses económicos en conflicto con los del país hebreo, y que hace tiempo que perdió el interés por la causa palestina, se implique de repente en ella? Solo podemos verlo claro si nos remitimos al pasado lejano, a lo que fue el Imperio Persa.
El Irán de hoy es el heredero despintado, pero heredero al fin y al cabo, del que fue uno de los mayores imperios de la Antigüedad, en constante oposición a Occidente, antes encarnado por Grecia y Roma. Posteriormente, a partir del siglo VIII, cuando la conquista árabe instigada por los compañeros y sucesores de Mahoma intentó unificar el mundo musulmán, esta cruzada islámica socavó el dominio persa en todo Oriente Próximo. El Imperio Persa consiguió sobrevivir, en forma reducida, a esta dominación árabe gracias a una revolución teológica, inventando una denominación especial dentro del islam: el chiísmo. El chiísmo, que podría compararse con la disidencia protestante contra la Iglesia católica y romana, preservó la identidad persa y prorrogó el poder, tanto político como teológico, de los antiguos clérigos preislámicos: los sacerdotes mazdeos, servidores de Zoroastro, se han convertido en los ayatolás actuales.
Estos custodios de la antigua Persia no han dejado de perpetuar el imperialismo de antaño, pero en nombre de un nuevo Dios, al tiempo que se enfrentan permanentemente a sus rivales árabes y suníes. El apoyo a la causa palestina no surgió hasta mucho después de la caída del Sha, derrocado por Jomeini, en 1979. El Sha, aliado de Occidente e Israel, se había autoproclamado Emperador de Persia, heredero de Darío y Ciro. El reciente apoyo de Irán a las milicias de Hamás, Hizbolá y los hutíes no es más que una nueva estratagema para restaurar el liderazgo imperial persa y chií y hacer frente a los árabes suníes, en particular los saudíes, que son imperialistas igual de ambiciosos y se definen como los verdaderos herederos de Mahoma.
Israel, visto desde Teherán, solo es un pretexto; lo que está verdaderamente en juego son los lugares santos del islam, y en particular La Meca, en manos de los suníes. Hamás, Hezbolá y los hutíes de Yemen no son más que mercenarios al servicio de un sueño fabuloso: la restauración del Imperio Persa y su hegemonía sobre todos los musulmanes que deben convertirse al chiísmo. Se objetará que esta nostalgia del imperio y la ambición desmesurada de los dirigentes iraníes son fruto de la fantasía. Por supuesto que lo son. Pero si no se conoce esta historia, no se comprende la naturaleza profunda del conflicto entre Teherán y Occidente.
Esta misma nostalgia del imperio inspira a Vladímir Putin, que apenas la oculta. Siempre se ha negado a asumir la desaparición del imperio soviético, y las guerras que libra desde hace veinte años contra chechenos, georgianos y ucranianos no tienen otra motivación que la reconstrucción de un imperio que antes se llamaba soviético pero que, de hecho, era y, según Putin, debería volver a ser el imperio ruso. Las ideologías, ya sean políticas, como el marxismo, o religiosas, como el chiísmo, no son más que una tapadera improvisada para las ambiciones imperiales. Evidentemente, esto es válido para China, cuya nostalgia del imperio es innegable, y para quien el marxismo no es más que la ideología falsa del momento, una especie de ‘dron político’ para legitimar un deseo de resurrección imperial y de dominación de Asia.
Después de 1945, con la creación de Naciones Unidas, y de nuevo en 1991, tras la caída de la Unión Soviética, se creyó erróneamente que la época de los imperios era cosa de la Antigüedad y había sido sustituida por una coexistencia más o menos pacífica entre los pueblos. Evidentemente, no es así: la nostalgia del imperio persiste y el deseo de imperio está más presente que nunca. En este nuevo mapa del mundo, no hay que olvidar el imperio de Estados Unidos, que, curiosamente, es el único calificado unánimemente de ‘imperialista’, aunque no sea más que un imperio entre muchos.
Como todos los imperios, Estados Unidos es cosmopolita (un imperio, por definición, nunca es nacional, sino siempre multinacional) expansionista, dominador e ideológico. De todos los imperios, actualmente es el único cuya realidad –capitalismo, democracia, poderío militar– se ajusta más o menos a sus ambiciones. En realidad, únicamente Europa no es un imperio, y ya no es en absoluto imperialista. Solo aspira a dominar sus pasiones internas; ha abandonado todo deseo de conquista. Esta ausencia de nostalgia, de ambición imperialista en nuestro continente, constituye nuestra singularidad, nuestro honor y quizás nuestra debilidad. Sintámonos orgullosos de ello.
Artículo publicado en el diario ABC de España