En el mundo actual no ha cesado de haber guerras tradicionales y guerras de nuevo cuño: cibernéticas, mediáticas. De ahí que me interesara conversar con la eminente historiadora Margaret MacMillan en torno a su libro más reciente: La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos (Turner, 2021). La charla ocurrió en el marco del Hay Festival, y puede consultarse en su página web.
MacMillan es la gran especialista en la Primera Guerra Mundial y no resistí preguntarle cómo fue posible que estallara en plena Belle Époque, cuando nada ni nadie la anticipaba. Con sabiduría y humildad confesó que tras escribir 1914 y 1919 –sus libros canónicos– sigue sin entenderlo plenamente, pero no tenía duda de sus gigantescas repercusiones en el estallido de la siguiente, porque permitió la aparición del líder providencial que no sólo prometía vengar las afrentas de Alemania, sino conducirla al dominio universal. El asunto nos llevó al papel del líder en la historia, sobre el cual el libro contiene una cita notable de Napoleón: “Estaba lleno de sueños […] Me veía fundando una religión, marchando hacia Asia, montando un elefante, llevando un turbante en la cabeza, y portado en la mano un nuevo Corán, que habría sido redactado de acuerdo a mis necesidades”. “En su persecución de la gloria –dice MacMillan–, Napoleón puso a Europa de cabeza y destruyó cientos de miles de vidas”.
“¿No le parece a usted –le pregunté– que el hechizo que el líder ejerce sobre su pueblo ha sido un motivo central en el estallido de las guerras?” MacMillan estuvo de acuerdo, y recordó la teoría sobre la dominación carismática que Max Weber discurrió justamente en 1919, vislumbrando con asombrosa claridad el horror que vendría.
¿Somos hobbesianos o rousseaunianos?, se pregunta MacMillan. Estamos programados para la guerra o somos buenos por naturaleza. No sin razón, ella se inclina por Hobbes. El descarnado realismo de Hobbes que postulaba la necesidad de un Estado fuerte que evitara “la guerra de todos contra todos” ha esquivado más el dolor humano que la utopía rousseauniana y sus avatares que en su ensueño idealista han sembrado de cadáveres la historia. Pero entre Hobbes y Rousseau traje a cuento dos pilares del pensamiento universal: Baruch Spinoza e Immanuel Kant.
Más allá de creer, ambos, en el fin de las guerras y la paz como estabilidad, incluso perpetua, en el caso de Kant, tuvieron la lucidez y el rigor para construir una visión pacífica de la historia sin negar, ni sacralizar, las pasiones humanas. En efecto, siempre seremos capaces de crueldad y cobardía, delirios, odios, miedos… pero nos es posible construir instituciones que nos impidan recurrir a nuestras pasiones y nos obliguen a la razón.
Ambos, Spinoza y Kant, advierten un mismo requerimiento –no único pero indispensable– para la paz. Kant lo enuncia de modo conciso: “La constitución política debe ser, en todo Estado, republicana” (Hacia la paz perpetua, México, FCE-UAM-UNAM, 2018, p. 11); Spinoza dedujo lo mismo desde dos fuentes: la razón y la historia bíblica: “Antes de los reyes, en efecto, pasaron muchas veces cuarenta años y en una ocasión (nadie podría imaginarlo) ochenta años, sin ninguna guerra interna ni externa. En cambio, una vez que los reyes consiguieron el poder, como ya no había que luchar, como antes, por la paz y la libertad sino por la gloria […] con la única excepción de Salomón […] todos hicieron la guerra” (Tratado teológico-político, XVIII, 224, Madrid, Alianza, 2019, pp. 472-3).
Las pasiones nos son connaturales, pero no la guerra. La guerra la atizan los líderes carismáticos y los poderosos que persiguen la gloria.