Foto: EFE

¿Cómo responder a Hamás sin causar estragos en la población civil palestina? ¿Y cómo defenderse del yihadismo, en Europa, sin conculcar el sistema de libertades y derechos que caracteriza a la civilización europea, quizá el más avanzado alumbrado nunca por la humanidad?

En la respuesta a esas dos preguntas está la clave para que, en el viaje de defendernos de las dos amenazas, no vaya incluido nuestro propio hundimiento. Y como no es fácil encontrar la solución, hemos tendido a optar por no hacer nada o, peor, dejar que vayan sucediendo los acontecimientos desde una cierta perspectiva buenista que, simplemente, se niega a aceptar los hechos, que sin embargo no desaparecen por esa ceremonia amnésica en tiempo real.

Como no queremos responder a Hamás como Hamás (y no debemos quererlo), no hacemos gran cosa. Y como tampoco queremos estigmatizar a nadie, nos comportamos como en la vieja película de Summers en 1982, To er mundo e güeno.

Las consecuencias de esa actitud son evidentes: no se solucionan los problemas en origen, e incluso se agravan como sucede con el fundamentalismo o la explotación mafiosa de la inmigración, y los agravamos en destino, como demuestran las pavorosas cifras del terrorismo yihadista en Europa o el asedio de cayucos y pateras en Italia o las Islas Canarias.

Y es esa inacción la que, a fuer de convertir esta variante del negacionismo en una plataforma de potenciamiento de los problemas que se niegan o se gestionan desde un idealismo barato y ajeno a sus consecuencias, acaba provocando las respuestas más airadas, sea la de Netanyahu dispuesto a borrar de la faz de la tierra a Gaza o la de los extremismos franceses o italianos criminalizando de antemano, por si acaso, a todo inmigrante llegado a una isla.

Precisamente porque no es fácil conjugar los valores ilustrados con la defensa legítima, hay que buscar con ahínco la manera, probando cuantas fórmulas sean necesarias para, desde la prueba y el error, dar con la tecla adecuada: la otra opción es dejarse destruir o destruir, así que no se entiende la carencia de arrojo, de atrevimiento y de sagacidad de los líderes occidentales, incapaces de otra cosa intermedia entre tragar o entrar en guerra, como demuestra su patético papel en los dramas de Ucrania e Israel.

Tener siempre claro quiénes son los buenos y quiénes los malos es una condición previa innegociable, pero ni en algo tan básico hay consenso: solo hay que ver la colección española de montaraces detractores de Israel, los mismos que en Estrasburgo se han opuesto reiteradamente a auxiliar al país invadido por Rusia.

Y los mismos, por cierto, que en compañía de sus primos nacionalistas mal avenidos entre ellos, tienen el botón nuclear de la política en España, gracias a un presidente en funciones dispuesto a entregarse a sus delirios a cambio de mantenerse en el puesto.

A partir de esa premisa, que no está asumida, tampoco debería ser difícil aplicar una máxima innegociable: la civilización que encarna Europa, con sus derechos, obligaciones, libertades y límites, no se negocia.

Ni se devalúa en nombre una falsa multiculturalidad que, en la práctica, consiente el inexistente derecho al tribalismo medieval en nombre de costumbres, convicciones y creencias simplemente intolerables. Aquí puede caber casi todo el mundo, pero no de cualquier manera.

Que Europa instruya y regañe a los europeos apelando a valores que ya se tienen de antemano, con casos tan sonrojantes como el de España y la insoportable costumbre de ver homófobos, machistas y violentos en cada esquina; mientras mira para otro lado con quienes sí encarnan esos problemas, es frustrante.

Porque tú no puedes acusar preventivamente a inocentes, exculpar por sistema a culpables y, cuando los segundos atacan a los primeros, pedirles además a las víctimas que apliquen la versión más gazmoña de sus valores ilustrados para no defenderse de quienes los han pisoteado y renuncian a ellos.

Israel tiene que defenderse sin emular una yihad en sentido contrario, incluso aunque sus enemigos busquen su desaparición y a ser posible la de todo Occidente. Pero eso solo tiene sentido si, antes de que hablen las armas, lo han hecho las leyes: para no defendernos con bombas, tenemos que hacerlo con normas.

Solo así podrá entenderse que, llegados a puntos como el actual, la fuerza de respuesta no sea el mismo exterminio que quieren para nosotros. La alternativa a usar los puños no puede ser siempre poner la otra mejilla.

Artículo publicado en el diario El Debate de España


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