Por casualidades de la vida nos ha tocado conversar con jóvenes diversos en los últimos días. Hombres y mujeres entre los veintipico y treintipocos años, que permanecen en Venezuela, trabajan para ganarse la vida, unos más, otros menos, sacando sus cuentas tanto de gastos como de la mínima diversión, que es más bien poca, la verdad sea dicha, pero se las ingenian.
Es decir, no son simples “jóvenes” entusiastas y algo irresponsables. Van a las manifestaciones porque piensan que deben hacerlo, y no llegan a ser propiamente tirapiedras ni “escuderos”. Tienen parejas de su edad, algunos hijos pequeños, otros no se deciden a traerlos “a este país como están las cosas”, unos trabajan y estudian posgrados universitarios, otros laboran y realizar cursos de especialización en sus oficios.
Concuerdan en estar en total desacuerdo con el país, su condición desoladora y el régimen que lo tiene así. No es la única coincidencia, ni siquiera se conocen unos a otros, pero tienen principios similares. Saben que es a ellos, a esa generación con ciertas características a la que le tocará recoger el país de las ruinas y levantarlo de nuevo. Están al corriente que les toca ahora mismo, por eso trabajan y se empeñan. Siguen aquí y les gustaría viajar no para emigrar sino porque se ganan el derecho de hacerlo. Lo que no perciben son dólares suficientes para descansar en el Caribe, Miami o Madrid, por ejemplo, o en Barbados, como algunos políticos de los cuales desconfían.
Lo que más llamó la atención, aparte del refrescamiento de la esperanza porque seguimos teniendo hombres y mujeres así, alejados de partidos, ambiciones políticas y corruptelas, dedicados a hacer sus vidas y sentar las bases de la Venezuela que se les viene encima, de la única forma que conocen y aceptan, fueron sus pensamientos y opiniones. Trabajando duro, tomando la vida en sus manos, héroes de lo cotidiano, adalides de lo que hay que hacer.
Aceptan que hay una situación tremendamente complicada contra la cual luchan para no ser barridos, desconfían de los dirigentes políticos opositores –y de los oficialistas, demás está decirlo– no creen que Juan Guaidó valga más que los otros políticos. “En el mejor de los casos, está rodeado y limitado por los mismos de siempre”, me comentó uno, “puede que quiera, pero no tiene los cojones para liderar la reconstrucción como hay que conducirla”, me señaló otro.
Tampoco creen en los dirigentes de la oposición. “No dudo que son inteligentes, y entre ellos debe haber alguno sincero”, me expresó un tercero, “puede que estén preparados para gobernar y ser ministros, pero no tienen capacidad para el reto que viene”, manifestó un cuarto, “a Venezuela la tenemos que reconstruir nosotros, no los que solamente son capaces de volver a llevarnos a la de antes, la de mi papá”, explicó un treintañero que dejó de lado las teorías universitarias y montó un taller en el que es un excelente –y no barato, pero sí pulcramente honesto– mecánico, de esos que no solamente arregla los carros, sino además los entrega lavados y pulidos.
No solamente se burlan sino se indignan con los pequeños opositores que andan cabeceando para ver si logran que los tomen en cuenta y usen como salida entre diálogos, necesidades encontradas, y todos –eso llamó mucho la atención– respetan la coherencia y tenacidad de María Corina Machado. “Es una mujer que no transige”, explicaba uno, “es lo que necesitamos, alguien como ella, no simplemente otro político más”.
Esos jóvenes van camino de ser líderes sociales, no tienen temor de hablar y expresar lo que sienten; son verdaderos venezolanos que influyen en sus entornos. Y es bueno sepamos que entre víctimas y victimarios, entre Washington, Pekín, Moscú y La Habana, están esos venezolanos. No sé cuántos son, pero sé que son.