Wes Anderson ha devenido en un autor menos popular, de lo que se cree, entre la crítica y el ámbito de los festivales, que debería ser su ecosistema natural.

De hecho, Asteroid City ha sido resistida por la mayoría de mis colegas en Cannes, obteniendo puntajes bajos y reseñas frías.

De repente, dicen las malas lenguas, el programa del director necesita de un recambio o sencillamente cayó presa de su dialéctica, como el último Tim Burton ahogado por su estética.

Aseguran que es más empaque que sustancia.

Pero el filme de 2023 del realizador de Moonrise Kingdom, me ha dejado un buen sabor de boca, a diferencia de muchos de mis amigos, quienes prefieren pasar de largo o considerarla fallida.

¿Y si el contenido es precisamente la estructura?

Cuestión de subjetividades y sensibilidades, encontré una respuesta dividida el día de la Premier, aduciendo que es un filme con el que cuesta conectar.

En las siguientes líneas, iré por el lado contrario, argumentando mis razones para amarla.

Primero, Asteroid City es una carta del amor a un cine que empezamos a extrañar con nostalgia y melancolía, en medio de un mundo tan plagado de tecnología, algoritmos e inteligencia artificial.

Un cine de actores con historias dramáticas, en una adorable elegía, un homenaje crepuscular al método de las estrellas y los independientes de Hollywood.

Uno de los ejercicios metadiscursivos del largometraje, radica en tributar el trabajo de Marilyn Monroe y de Lee Strasberg en el Actors Studio, bajo la interpretación de sus herederos del milenio, como Scarlet Johansson y la pandilla de protagonistas de la trama, que parece que se unen a la movida del director, más por afinidad artística y prestigio, que por algún interés económico.

Por amor al arte de la puesta en escena, Asteroid City cabalga entre una reflexión sobre usar el dolor para conseguir papeles relevantes y una lectura distanciada de lo que ocurre en un proscenio, a la forma de un Dogville de Lars von Trier, pero con el sentido irónico y autoparódico de Wes Anderson, como si fuese tomado por el espíritu de Bertolt Brecht.

Desde ahí, la película propone una meditación acerca del ocaso de una familia, cuyo padre sufre un luto simbólico por la muerte de la madre.

Duelo que, acaso, también es el de un cine que va camino de desaparecer, de vuelta a un entorno desértico y fúnebre, donde nada crece, solo las esperanzas, los absurdos y los encuentros cercanos del tercer tipo.

Verán una secuencia con el alien más entrañable de los últimos tiempos, que apenas desea comunicarse, sembrando la ansiedad y el terror de la paranoia propia de la época bipolar.

De ahí que la cinta transcurra en plena guerra fría, buscando un espejo con el presente de las polarizaciones extremas, los conflictos bélicos y las cuarentenas.

El humor blanco y negro no puede faltar a la nueva cita del creador de la perspectiva central, echando mano de sus recursos clásicos, como el paneo, la enumeración de listas al borde del espectro del autismo, el minimalismo de un diseño cerebral que puede pasar por simple cliché hípster, algo inofensivo y potable.

De cualquier modo, disfruto que Anderson siga recurriendo a sus herramientas excéntricas, para narrarnos como un planeta y una civilización un tanto díscola y disparatada, pero destinada a perdurar por su voluntad de redención y creación.

Según el criterio posmoderno del autor, los géneros que regresan pertenecen al cementerio de la ciencia ficción y el western.

¿Cómo resucitarlos en la actualidad?

El filme salva a sus inocentes figuras, las rescata de su depresión y encierro, permitiéndonos soñar con un futuro mejor, donde la ciencia, la dramaturgia y el arte tengan cosas importantes y felices que decir, como el eslogan militante del final: ¡No te puedes despertar si no te quedas dormido!

Así que cierra los ojos, mira las estrellas y vuela por el cosmos.

Espero que alcances una altura poética como de Wes Anderson.


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