Cuando el principio de “no intervención” se esgrime para sustraerse de los compromisos regionales, hemisféricos e internacionales en materia de derechos humanos y defensa de la democracia, no se protege a las sociedades sino a regímenes y gobernantes que las lesionan.
En los años sesenta del siglo pasado, la defensa del principio de no injerencia le costó el gobierno a los presidentes argentinos Arturo Frondizi (1962) y Arturo Illia (1966), entre otras razones por oponerse a la intervención de Estados Unidos en Cuba y República Dominicana. La defensa de este principio por parte de estos gobiernos, derrocados por militares que encontraban apoyos en Washington, estaba justificada en resguardar a nuestros países de la abierta intervención de Estados Unidos y la URSS en el marco de la confrontación Este-Oeste que caracterizó a la Guerra Fría.
En los años setenta fueron las dictaduras militares anticomunistas las que esgrimían ese principio para responder a las denuncias del Departamento de Estado, bajo la presidencia de James Carter, sobre las violaciones de los derechos humanos que se estaban perpetrando al sur del Río Grande.
Luego llegó Ronald Reagan, en los ochenta, y la injerencia tomó otra dirección: se trataba para Washington de evitar que Nicaragua se convirtiera en “otra Cuba” a las puertas del Imperio, tras la Revolución Sandinista que derrocó a la vetusta dictadura de Anastasio Somoza.
Y fue el presidente argentino Raúl Alfonsín quien le respondió a Reagan, en los jardines de la Casa Blanca, allá por 1985, que América Latina debía salir de la Guerra Fría; que no se trataba de la opción entre revolución y contrarrevolución de lo que estaba en juego sino de la opción entre dictaduras y democracias.
Cuarenta años más tarde, el líder de aquella revolución nicaragüense, Daniel Ortega, cierra el círculo completo de 360° y ocupa el lugar del dictador que desplazó. Se ha transformado en un nuevo Somoza, reprimiendo las protestas, acallando las voces críticas, encarcelando a referentes de la oposición y pretendiendo la perpetuación en el poder. Y como los dictadores de antaño frente a Carter, junto a otro autócrata como Nicolás Maduro, denuncian “la injerencia externa” y pretenden distraer la atención de su giro dictatorial acusando al “imperialismo norteamericano”, retrocediendo a los tiempos de la Guerra Fría.
Lamentablemente, el gobierno argentino se ha plegado a esa visión regresiva, que confunde escenarios históricos, al abstenerse –junto con México– de condenar en la OEA la represión ejercida por el gobierno nicaragüense y exigir la liberación de los líderes opositores detenidos.
El texto fue aprobado por 26 votos –entre ellos, Estados Unidos, Chile, Colombia y Perú– durante una sesión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA, el órgano ejecutivo del bloque regional. En contra votaron Bolivia y San Vicente y las Granadinas, en tanto Argentina, Belice, Dominica, Honduras y México se abstuvieron. La representación de Nicaragua condenó la injerencia del organismo multilateral, y acusó a Estados Unidos de desplegar una «política intervencionista».
El comunicado oficial que explica la abstención de la Argentina y México en la votación de la OEA señala: “No estamos de acuerdo con los países que dejan de lado el principio de no intervención en asuntos internos, tan caro a nuestra historia”. Luego, ambos gobiernos convocaron a sus embajadores en Managua, tomando distancia del apoyo al régimen nicaraguense, pero esta semana el gobierno argentino volvió a abstenerse de condenar a Nicaragua en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU amparada en “una tradición de no firmar documentos conjuntos en contra de un país” y sosteniendo que “no existen normas ISO para determinar cuál es el mejor sistema electoral”. Se desconoce así todo el camino recorrido en los últimos cuarenta años, de compromisos e instrumentos regionales, hemisféricos e internacionales, jurídicos y políticos, en defensa de los derechos humanos y la democracia. Un camino, por otro lado, en el que la Argentina supo estar en la vanguardia.
Se desconoce así todo el camino recorrido en los últimos cuarenta años, de compromisos e instrumentos regionales, hemisféricos e internacionales, jurídicos y políticos, en defensa de los derechos humanos y la democracia.
El argumento de que tales herramientas solo son aplicadas por los países poderosos contra los países débiles por conveniencia geopolítica suele ser una coartada utilizada por gobernantes y regímenes que atropellan a sus sociedades, hostigan a sus críticos o limitan las libertades, no importa en nombre de qué ideologías, y claro, no quieren que ningún “poder foráneo” se entrometa en sus asuntos.
Del mismo modo, el argumento del “doble estándar” o “hemiplejía” de toda política internacional basada en principios invalida la posibilidad de reconocer avances en materia de derecho internacional humanitario y compromisos internacionales en favor de la democracia.
Cuando el principio de “no intervención” se esgrime para sustraerse de los compromisos regionales, hemisféricos e internacionales en materia de derechos humanos y defensa de la democracia, no se protege a las sociedades sino a regímenes y gobernantes que las lesionan.
*Texto publicado originalmente en Clarín, Argentina
Fabián Bosoer es cientista político y periodista. Editor jefe de la sección Opinión de Clarín. Prof. de la Univ. Nac. de Tres de Febrero. Profesor de la Univ. Argentina de la Empresa (UADE) y FLACSO-Argentina. Autor de «Detrás de Perón» (2013) y «Braden o Perón. La historia oculta» (2011).
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