No me refiero al chino de Recadi sino al chinito que se desempeñaba en una conocida historia como cocinero a bordo de un viejo vapor de cabotaje en su larga derrota venezolana. Menudo, pero de cuerpo armonioso, se activaba entre los trastos de la cocina, hablando solo su idioma y mascullando raras canciones de su lejano país. Por ser chino, es decir, por no ser venezolano, no hablar como nosotros y ser distinto, asiático y gusano de la cocina era objeto de permanentes burlas y ásperos maltratos de la tosca y desalmada tripulación.
No se le vio quejarse nunca, soportaba en silencio los empujones, los abusivos comentarios sobre su «dudosa» virilidad y las risotadas de los vulgares marineros. Así, todos los días desde Maracaibo hasta Guanta o Puerto La Cruz.
En uno de los puertos, el chino compró un laxante y no contento con escupir en la sopa del almuerzo en justiciera venganza, la condimentó con buenas dosis del laxante y fue cuando apareció en su rostro una escondida sonrisa de satisfacción con solo imaginar las consecuencias.
La misma sonrisa fue la que, años más tarde, vi en el rostro del mesonero en el elegante hotel de la Gran Canarias, la mayor de las islas que siendo cáscaras de maní en el Atlántico resultan ser ejemplos de primer mundo: ocho islas, cinco islotes, ocho roques y el mar y se dice que Venezuela es otra de sus islas y, además de la pulcritud de su belleza natural, sus habitantes se enorgullecen de haber visto nacer en la Gran Canaria a Benito Pérez Galdós, enterrar en Lanzarote las cenizas de Saramago y haber dado al mundo al célebre tenor Alfredo Kraus, al actor Javier Barden y en una de sus islas a nuestro Laureano Márquez.
Estuve de jurado en el festival de cine que se celebraba en las Palmas de Gran Canarias. Aquel año estuvieron invitados Susan Sarandon y Ed Harris y mientras almorzaba en un elegante restaurante frente al inmenso azul del cielo atlántico con mi amigo Arencibia, intelectual y uno de los organizadores del festival, un mesonero se detuvo ante nuestra mesa para saludar a mi amigo, a quien conocía y me fue presentado. En ese momento, hizo su entrada al restaurante una muy joven y bella actriz francesa invitada al festival acompañada de su agente publicitario, alto, apuesto y vestido de blanco. ¡Una pareja exquisita! El mesonero, al parecer cinéfilo empedernido o simple coleccionista de autógrafos, se estremeció de goce y admiración al percatarse de la presencia de la actriz cuyo nombre se me escapa porque lo más probable es que no haya hecho carrera, y dijo: «Voy a pedirle un autógrafo» y sin pensarlo dos veces nos dejó y se encaminó hacia la mesa de la celebrada y naciente actriz. Lo vimos de espalda inclinarse ante la muchacha, pero también vimos al agente publicitario agitar los brazos y pedirle con vigoroso aleteo de manos que se alejara. No podíamos escucharlo, pero era evidente que el elegante sujeto de blanco objetaba agriamente que aquel no era el mejor momento para pedir autógrafos; que estaba importunando a la bella actriz dispuesta a almorzar en paz. ¡Fuera!
Vimos regresar al mesonero humillado, con rostro enfurecido y torva mirada. Se detuvo un instante en nuestra mesa. No nos miró. «¡Nunca me han ofendido y maltratado tanto!», masculló y continuó su camino.
Arencibia se tomó su tiempo y me advirtió en tono casi admonitorio: «¡No te metas con un mesonero!». Minutos mas tarde, sin mirarnos, lo vimos pasar en dirección a la mesa de la actriz y dejar un plato frente al repelente acompañante de la francesita. Hizo una breve, suave y dócil reverencia y regresó con la mirada brillante y la malévola sonrisa de aquel chinito cocinero en el sucio barco venezolano en cabotaje por el verde esmeralda del mar Caribe. Pasó frente a nosotros sin detenerse, sin pronunciar palabra, pero henchido de íntimo goce. No volví a verlo.
Y mientras degustábamos nuestros postres, vimos al grosero, altivo y prepotente representante de la actriz levantarse apresuradamente rumbo a los sanitarios y escuché a Arencibia: ¿Viste? ¡Te dije que no tenemos por qué meternos con los mesoneros!
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