“Hoy empecé a guardar todas sus cartas, las fotos que encontré y algunas lágrimas. Pero al tratar de juntar, en una caja, todo lo que me dejó, olvidé cerrarla. Y a veces sin querer, cuando todo está en calma, la sombra del dolor, asoma su cara”. (“Cambio de planes”. Enrique Urquijo).
“Hijo mío, la vida es muy larga, pero se pasa muy rápido”.
No hace ni siquiera un año que, en el transcurso de una de las muchas conversaciones que mantenía con mi padre, surgió esta frase, que más que frase es una sentencia, una lección de vida. Mi padre, a pesar de no haber ido a la escuela, como se decía entonces, más que hasta los diez años, era un hombre sabio; una demostración de que la formación académica, la inteligencia y la educación son tres términos que, si bien pueden ir en paralelo, no tienen por qué ir de la mano. Con mi padre, en cualquier momento, te podías llevar una lección de esas que te sacuden como un tortazo con la mano abierta, y te dejan seco cuando vas a 150 por tu particular autopista hacia ninguna parte.
Cuando uno se encuentra en la posición que hasta hace muy pocos días he tenido en la vida, atrapado entre la generación de hierro que nos ha sacado adelante a mis contemporáneos y la generación de cristal a la que estamos educando, la tendencia sin duda alguna es a hacer comparaciones; no obstante, mirando a uno y otro lado y sorprendiéndonos de que en tan solo medio siglo hayamos pasado de los chavales que se pusieron a trabajar en posguerra cuando aún les correspondía jugar e ir a la escuela, a los niñatos de más de veinte que aún dependen de la paga de sus padres y se quejan cuando el Wifi va demasiado despacio, muchas veces no tenemos en cuenta, por la tendencia, muy humana, a la auto permisividad y la autocompasión, que somos nosotros, los que como yo nacimos en los sesenta, setenta y ochenta, el nexo de unión entre los que levantaron un país en posguerra y los que lo van a hundir, por la falta de ambición de quien está acostumbrado a que le sirvan la mesa.
Podría decir que muchas veces me pregunto qué estamos haciendo mal, pero si lo analizo, tengo muy clara la respuesta. Recuerdo, a pesar de que, sin duda alguna, tuve una juventud disipada y fácil; que mis padres, desde bastante joven, se ocuparon de que supiera que el dinero no sale de la tierra, como las lechugas, nombre que, por cierto, se le daba a los billetes de mil pesetas, no sé si se acuerdan. Que si entierras un duro, por más que lo riegues, no van a brotar billetes y que lo único que riega la planta del dinero es el sudor de tu frente. Así pues, a pesar del niñato que fui y que sigo siendo, pronto tuve que compaginar mis estudios con trabajo, porque la paga me daba para unas cervezas, pero yo quería cubatas; y mis padres no pagaban vicios, como la España de antes no pagaba vagos y maleantes; ley que, por cierto, no instauró Franco, sino Azaña, aunque la ignorancia, en este caso doctrinal, no quiera recordarlo.
Así pues, mis padres se encargaron de que supiera lo que cuesta ganar un dinero que siempre gasté con alegría, sabiendo que, al menos, me lo había currado.
Es verdad que esta generación de nuestros padres cometió, por otro lado, un error justificable. Fue una generación obsesionada con la formación académica de sus hijos. Los padres de los que hoy peinamos canas querían, a toda costa, proporcionarnos los estudios que ellos no tuvieron, en la mayoría de las ocasiones, la oportunidad de realizar, pensando que eso nos posicionaría en la vida para no tener que empezar desde abajo, como hicieron ellos. Esto, que sin duda era una teoría correcta, en la práctica ha derivado en unas generaciones que tienen el título académico para adornar el despacho, o la casa del pueblo, como es mi caso. Una generación de barrenderos, camareros, autónomos y “emprendedores”, que me hace mucha gracia el término, titulados, que gastó su juventud en las cafeterías de las universidades mientras sus padres se dejaban los cuernos para pagarlas. Una tribu de estudiantes perennes que no se puso a trabajar hasta que fue del todo necesario, en más casos de los deseables.
Y es esta generación de abogados sin toga la que ha generado esta otra de youtubers aficionados que piensan que van a vivir de hacer gilipolleces en Internet; y no solo eso, sino que en muchos casos desprecian lo que sus padres han conseguido con esfuerzo y , lo que es más grave, reniegan de los oficios de sus abuelos, porteros como mi abuela, mujeres de servicio, zapateros remendones o vendedores de agua en los cines, sin darse cuenta de que eso es lo que les hizo grandes, lo que sus hijos disfrutamos y lo que no estamos sabiendo transmitir a sus nietos.
Es verdad que hay excepciones; es verdad que hay chavales que se buscan la vida, yo tengo el ejemplo en casa, pero hasta estos no son conscientes de que viven en una opulencia que desgraciadamente, con toda probabilidad, no podrán mantener en el futuro, cuando se darán cuenta de que sus abuelos en mayor medida, y por ende sus padres, se han dejado la espalda, la vista y la vida para que no pasen el frío, el calor y el hambre que ellos pasaron.
Mi padre vendió agua en el cine Doré, tabaco y condones en el club Universitario, con menos de diez años. Y volvía a casa, de madrugada, andando desde la ciudad universitaria hasta Antón Martín, donde vivía, dado que ya no tenía ni padre ni madre, con su tía estraperlista, su tío, sus tres primos y su hermana en una casa sin baño de cuarenta metros, para acostarse en un colchón en el suelo de la cocina que es donde hacía más calor y donde cabía. Y se levantaba a las ocho para irse a aprender el oficio de joyero, que es lo que ha sido mi padre, y de los buenos. Mi padre se ha ido a la tumba habiendo dejado un legado de honradez y amor y habiendo cumplido la promesa que le hizo a mi madre cuando eran novios de un día llevarla a París. Doce veces la llevó, con tanto amor que no ha podido sobrevivirla más que doce días.
Estoy orgulloso de cada vaso de agua, de cada cigarrillo y de cada condón que mi padre vendió cuando aún era un niño; el niño que no tuvo nunca para comprarse un balón, porque había que comer y perseguir objetivos. Nunca, por más que lo intente, estaré a su altura. Nunca, ahora que ya no puedo decir papá, olvidaré que si ahora estoy donde estoy, se lo debo a él, se lo debo a ellos.
Espero que los que vienen detrás no olviden que el suelo que ahora pisan lo ha puesto a sus pies esa gente que ahora despedimos. Que Dios los tenga en su Gloria.
“El abuelo un día, cuando era muy joven, allá en su Galicia, miró el horizonte y pensó que otra senda tal vez existía. Y al viento del norte que era un viejo amigo, le habló de su prisa. Le mostró sus manos, que mansas y fuertes estaban vacías”. (“El abuelo”. Alberto Cortez).
@elvillano1970