En un artículo reciente, Eduardo Guerrero sugería en El Financiero la posibilidad de un acuerdo o tratado de seguridad de América del Norte. Partía de una premisa cada día más evidente: “No podemos solos”. Es decir, al cabo de tres sexenios de guerra contra el narco y otras ramificaciones del crimen organizado, es obvio que las fuerzas de seguridad mexicanas no sólo no han ganado la guerra, sino que en el mejor de los casos nos encontramos donde estábamos, con más de 350.000 muertos y más de 100.000 desaparecidos. La reciente investigación de Animal Político sobre las ejecuciones extrajudiciales y las desapariciones llevadas a cabo por las fuerzas de seguridad mexicanas también muestran que el daño que esta guerra le ha hecho a la sociedad mexicana es enorme. Por lo tanto, la idea de Guerrero debe ser tomada en serio.
Él se refiere en particular a dos aspectos que podrían ser el punto de partida para un acuerdo de esta naturaleza. En primer lugar, habla de la selección de blancos comunes por los dos países (o si incluimos a Canadá, los tres) para reorientar lo que él llama la obsesión norteamericana con el cártel de Sinaloa. Se podrían ir escogiendo de común acuerdo los principales blancos u objetivos del crimen organizado contra las cuales se concentrarían las fuerzas de seguridad de todos, sin que fuera primordial la prioridad elegida por Estados Unidos. El segundo tema sería pasar a la báscula, someter a pruebas de confianza, o “vetear” a funcionarios mexicanos de seguridad, y no sólo de seguridad, pero no sólo a nivel operacional sino también de mandos medios y superiores. No se trataría de que estadounidenses emplearan los filtros para designar a los funcionarios o para despedirlos, sino que en equipos conjuntos se llevara a cabo este tipo de tarea.
Quizás haya una pequeña desproporción entre lo ambicioso de la idea de un acuerdo en materia de seguridad y las dos medidas concretas que sugiere Guerrero. De la misma manera, quizás no sea conveniente tratar este tipo de tema en plena campaña electoral, donde lo que sugiera una candidata pueda ser inmediatamente criticado o despedazado por otra candidata, sin que se de un auténtico debate de fondo sobre el tema. Asimismo, es probable que en caso de que se avanzara por este camino, el propio narco se llegara a molestar. Siempre he pensado que de alguna manera la participación de aviones de la guardacostas norteamericana en el episodio de La Víbora, en Tlalixcoyan, Veracruz, en 1991 fue el detonante de una serie de respuestas de diversos cárteles ante la amenaza de tener que combatir a fuerzas de seguridad norteamericanas en territorio mexicano. Probablemente no les guste mucho hoy tampoco.
El problema es real. Con lo que hemos visto en Chiapas estos últimos días, las cifras espeluznantes de homicidios y desapariciones, la evidente incapacidad de las Fuerzas Armadas mexicanas (Ejército, Marina y Guardia Nacional) de controlar el territorio y realizar simultáneamente todas las demás tareas que este gobierno le ha encomendado, debe tener una respuesta. La que sugiere Guerrero es imaginativa. Pero no debemos olvidar dos peligros: Estados Unidos ha sido especialmente incompetente e ineficaz en este tipo de combates en otros países, por ejemplo, Colombia y Afganistán, y no es seguro que fueran mucho más exitosos en México. Y, en segundo lugar, las fuerzas de seguridad mexicanas nunca han visto con buenos ojos la participación estadounidense en suelo mexicano, por muchas razones válidas -nacionalismo, orgullo, etcétera- y otras no tanto -poder mantener en secreto las complicidades, la corrupción y la ineptitud-. A nadie le gusta que los demás le vean los calzones a uno. No obstante, hay que ir pensándolo, a sabiendas de que la guerra contra el narco ha sido un fracaso completo, sangriento, innecesario y altamente nocivo para la sociedad mexicana. Eso -lo que hicieron Calderón, Peña Nieto y López Obrador- no ha funcionado. Hay que buscar otra cosa.