El latín es la lengua más poderosa que alumbró la humanidad. Se habló desde la Antigua Roma hasta la Edad Moderna, y su semilla germinó en todas las lenguas romances, desde el español hasta el italiano, el rumano y, también, el catalán o el gallego.
Se habló en Europa, en Asia Occidental y en el África Septentrional, arrumada por el mar Mediterráneo, el Rojo y el Atlántico. Y pervive casi intacto en el lenguaje científico y en la liturgia católica, últimos reductos de una hegemonía que comenzó en el siglo octavo antes de Cristo y acabó en el XVIII, transformado en un crisol de hablas nacidas en la misma fuente pero modificadas y adaptadas por un sinfín de influencias históricas, sociales, geográficas y populares.
Y no pasó nada. Conviene decir esto, que también es válido para el griego clásico que junto al latín conforma la cultura y la tradición europeas, para no ponerse estupendo con ninguna lengua: son medios, no fines, y su objetivo es entenderse, no levantar balizas identitarias.
No pasa nada, lo sentimos, si algún día se deja de hablar en catalán, en gallego o en vascuence, como no pasó nada grave cuando desaparecieron otras lenguas derivadas del latín como el mozárabe o el dálmata.
La cuestión es que algunas lenguas, cuya extinción hay que tratar de evitar para no perder la oportunidad de disfrutar del gallego de Cunqueiro o del catalán de Plá, no se defienden por su riqueza cultural, sino por su transformación en herramientas de construcción nacional, como hecho distintivo, excluyente y probatorio de la existencia de naciones sin Estado oprimidas por el centralismo.
Y eso es lo que pasa con dos de las lenguas impuestas por el separatismo en el Parlamento: el gallego se libra, y cada vez se habla más y mejor, lo que demuestra que nada le perjudica más al catalán o el vascuence que su utilización política por quienes dicen defenderlas y, en la práctica, las arruinan.
Permitir que se hablen en el Congreso no responde a ningún afán cultural repentino de Sánchez; ni tampoco obedece a un espíritu constructivo de los nacionalismos periféricos: en el caso del presidente disfuncional atiende a sus necesidades parlamentarias, a las que siempre subordina sus obligaciones institucionales; y en el caso de Puigdemont, Otegi o Junqueras obedece a la estricta convicción de que la única manera de hacer prosperar sus naciones ficticias es debilitar, desdibujar y si es posible destruir la única nación real que en su delirio ideológico, y únicamente en él, destruye sus repúblicas imaginarias.
Sánchez huyó a Nueva York, con una comitiva de cien personas digna de intervención de la Fiscalía por malversación lúdica de fondos públicos, para no asistir al espectáculo de rendición impulsado por él mismo. A Albares lo mandaron a Europa a hacer el ridículo de pedirle a los europeos que le ayudaran a culminar el atraco lingüístico, con el subsiguiente portazo en las narices que todo el mundo esperaba.
Y la tercera autoridad del Estado, en vivo y en directo, se saltó la legislación para consentir un abuso parlamentario resumido en la necesidad de derrochar en pinganillos para que, gente que habla en español, lograra que el 90 por ciento de los españoles no pudiera entenderles.
En la huida de Sánchez y la sumisión de Armengol se resume la rendición del sanchismo a Puigdemont y compañía y se explica la necesidad de protestar, democráticamente, por tierra, mar y aire: no se puede tolerar a un presidente en funciones que permite excluir el español de la enseñanza pública en Cataluña, desoyendo sentencias firmes al respecto, y cuela en el Congreso una ilegalidad frentista para que un prófugo, un golpista y un terrorista le renueven el cargo.
La lengua favorita de Sánchez no es para hablar ni para entenderse: me temo que la suya es, en exclusiva, para lamer traseros cantonales.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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