Oiga doctor, devuélvame mi depresión, no ve que los amigos se apartan de mí. Dicen que no se puede consentir esa sonrisa idiota. Oiga doctor, que no escribo una nota, desde que soy feliz”. (“Oiga doctor”. Joaquín Sabina).

Desde hace varios años, tantos como llevo envuelto en este mundo maravilloso de los titiriteros, aquellos que vamos de feria en feria, contando y cantando nuestros sueños y miserias, me he dado cuenta de que, ciertamente, muchas veces los que estamos aquí para distraer al público, autores, escritores, compositores y demás seres trashumantes, tenemos que hacer de tripas corazón y pintarnos la sonrisa, como decía Mikel Erentxun en esa preciosa canción de “Duncan Dhu”, cuando no te sientes con humor, pero la gente pide más.ç

Y no se crean, esto no es casualidad. Es verdad que para todas estas actividades, todas estas artes si me permiten la presunción, hace falta mucha melancolía, mucho desengaño e incluso mucha tristeza, si quieres que lo que salga de tu pluma, de tu bolígrafo o de tu teclado, por si hay algún millennial leyendo, merezca un poco la pena.

Según mi criterio, infausto e inopinado, es cierto, pero alimentado por cientos de escritos, tertulias y muchas tardes de radio, es imposible crear algo bello que no salga del dolor. La creación, lo crean o no, es en muchas ocasiones la vía por la cual los creadores esparcimos al mundo nuestras frustraciones. Es por esto que los más bellos ejemplos de literatura y composición no suelen hablar de amor, sino todo lo contrario. La belleza de lo descarnado, de aquello que te está envenenando de tal manera que hay que sacarlo al exterior como sea, es del todo incomparable con las loas y las frases grandilocuentes que expresa aquel que es feliz.

En cierta ocasión, hablando con David Summers, le hacía esta consideración. Y entre otros argumentos, le expuse que no hay nada más hermoso que las canciones de desamor y, que si buscábamos un ejemplo, bastaba con comparar Lo noto, que para mí es una poesía magnífica, salida del alma rota, con “Te quiero”, a la que yo califiqué como una cancioncilla. David, por supuesto, no estaba de acuerdo y, yo diría que un poco molesto, me dijo que “Te quiero” es un temazo. Para gustos, los colores. Pero hay que recordar que ya en una de sus películas, Dani Mezquita le decía que cuando estaba enamorado le salían las “cancioncitas de amor”. Ahí está la peli, en Flixolé, para que lo comprueben.

Esto de David no deja de ser un ejemplo banal, al que recurro porque sé que es un hombre inteligente y entiende mis intenciones, pero es verdad que, como he dicho, después de más de trescientas columnas publicadas en distintos medios, en las que comencé buscando el humor y la anécdota, aquellas de las que estoy más orgulloso y me consta que han tenido mayor aceptación han sido aquellas en las que he desnudado mi alma sin tapujos, mis miedos, mis incertidumbres, mis frustraciones, mis errores y mis faltas. Y esto ha sido así, desde que comprendí que para escribir no hay que buscar un tema, un argumento. Todo en la vida es un argumento. Y como el gran voyeur que en realidad es el lector, el espectador, este quiere tragedia. La comedia está bien en pequeñas dosis, pero el drama puede llenar horas y horas de lectura o de proyección, y el espectador siempre querrá más. Por buscar un ejemplo en otro ámbito creativo, traten ustedes de ver una comedia que dure 195 minutos, que es ni más ni menos que la duración de La lista de Schindler, sobre un tema tan duro como el holocausto. Si la han visto, se les habrá hecho corta.

La bibliografía del dolor y el sufrimiento, como la trilogía de Millennium, de Stieg Larsson, La catedral del mar, La trilogía de la ciudad blanca, de Ana García Sainz de Urturi, La llave de Sara, El niño con el pijama de rayas, Suite francesa, e innumerables títulos dedicados al dolor, al crimen y a la desesperación, atestiguan que el ser humano lleva casi siempre un psicópata o un sociópata pugnando por salir, deseoso que regocijarse en el dolor y el fracaso de otro, ya sea este otro un personaje real o ficticio.

Pero es comprensible, dado que los autores vuelcan su inspiración en estas obras, y en ellas vuelcan aquello que temen sacar por otra vía, o que son conscientes de la imposibilidad de hacerlo de otro modo. Un escritor cruel con sus personajes, créanme, es un hombre capaz de ser cruel con sus semejantes, atado por las normas y el sentido común, pero deseoso de soltar esas ligaduras.

Por lo tanto, cuando lean un texto amargo, cuando escuchen una canción triste, tengan en cuenta que el autor les ha dado la llave de su corazón y de su alma. Como me dijo en cierta ocasión AJ Ussia, autor de libros que te llegan bajo la piel, como El puente de los suicidas, no se puede contar a qué huele un bar viejo y lleno de mugre si no has ido a uno de ellos, o a muchos, como es mi caso. Del mismo modo, no puedes narrar la frustración y el fracaso si no has caído en sus garras en más de una ocasión. Esto ya lo han expresado otros autores y compositores de, sin duda, mayor talla y experiencia, como Till Lindemann, autor alemán multidisciplinar que, en cierta ocasión dijo que “el arte no puede existir sin dolor, y el arte existe para poder lidiar la pena”.

Así pues, si he de pedir al destino que sea benigno conmigo, lo haré encantado, pero le pediré siempre, siempre, con vehemencia, que no me robe la tristeza.

@elvillano1970


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