“Nostalgia de una infancia que es historia, en mi memoria un ayer tan lejano que no volveré a vivir “.(Nach).
No se ustedes, pero yo, con los años, me estoy volviendo un nostálgico. Puede ser que de verdad, tal como pienso, el siglo XXI sea, en general, un siglo peor, marcado por la desaparición de los principios y valores en los que fuimos educados los que, como yo, nacimos en la segunda mitad del siglo XX; o puede ser que la edad te conduzca, irremediablemente, a volverte un reaccionario. Visto desde el prisma adecuado, creo que la celeridad del siglo XXI, especialmente en lo referente a la tecnología y a la comunicación, no tiene precedentes en la historia reciente de nuestra humanidad, y por historia reciente me estoy refiriendo a los últimos dos mil años. Ahí es nada.
Piénsenlo. Los que, como yo, nacimos en los setenta del siglo pasado, vivimos una infancia completamente distinta a la que hoy viven nuestros hijos. Es verdad que siempre han existido los saltos generacionales, pero en el caso de nuestros padres la diferencia con nosotros vino dada, sobre todo, por circunstancias socio económicas.
Recuerdo cuantas veces mi padre me ha contado que para jugar al fútbol, actividad que representaba el pilar básico de su infancia y juventud, se las tenían que ingeniar como podían, fabricando sus propios balones a base de hacer bolas con trapos, papel o sábanas viejas. En su barrio de Menéndez Pelayo, había un chaval que tenía una lavativa, una pera de esas que se usan para hacer enemas, a la que le había cortado el pitorro. El tipo era el dueño del barrio, con la lavativa, que usaban de balón. Creo que mi padre le cogió una manía añeja, de esas que perduran con el paso del tiempo, a juzgar por cómo cuenta esta anécdota. Si un día se inventa la máquina del tiempo, volveré a 1940, para regalarle al niño que fue mi padre un balón en condiciones; palabra.
Es cierto que nosotros desconocimos, en líneas generales, este tipo de privaciones y que, para ser honestos, vivimos una infancia infinitamente privilegiada en el sentido económico, pero pudimos disfrutar con las mismas cosas que ellos, o al menos con las que ellos anhelaban, con muchos más medios.
Yo siento que fui niño cuando lo tuve que ser. Monté mucho en bicicleta, jugué al fútbol, aunque mal, todo hay que decirlo, y la calle era mi reino, nuestro reino, el de la pandilla, haciendo del juego, en muchos casos, una aventura feliz. La mercromina, las tiritas y el agua oxigenada bastaban para curar las heridas, apreciadas cicatrices de guerra, todo hay que decirlo; jugábamos al fútbol en descampados y, los más afortunados, en campos de tierra. Saltábamos la valla, si había que hacerlo y rompimos muchos pantalones. No importaba. Les ponías unas rodilleras, esas que se pegaban con la plancha y listo. No recuerdo un pantalón del uniforme del cole sin rodilleras.
¿Recuerdan las gomas de borrar Milán, esas que olían a nata? No había un objeto más bonito que esas gomas, con su papel celofán de color naranja, y ese olor que, aún hoy, recordamos muchos. Ahora, se han prohibido las gomas con ese olor, por miedo a que los niños se las coman y mueran atragantados, entre estertores en plena clase de matemáticas. Ni que fueran gilipollas. Nosotros no nos comíamos las gomas, que yo recuerde. Y no teníamos Google para decirnos que no había que hacerlo.
Supongo, eso sí, que con la panda de iluminados que hoy viven de Youtube, habría tutoriales para cocinar con goma Milán. A ver si alguno se anima y nos dice cómo podemos hacer para fabricar gomas de borrar con aquel olor. Prometo recompensa.
Otra cosa que recuerdo mucho eran esos lápices esmaltados en azulón o con rayas negras y amarillas. El día que estrenabas uno de esos lápices era como cuando estrenabas zapatos. Te sentías afortunado; qué coño, ese día ibas a clase con ganas, escribías mejor y todo.
Así, gracias a un lápiz, conocí a uno de mis más antiguos amigos, Paco Peña, a los cuatro años, en primero de EGB. Paco había estrenado lápiz, sería primeros de curso, septiembre de 1974, el pleistoceno medio, vamos. Recuerdo perfectamente, y la memoria no es una de mis virtudes, pero esto lo recuerdo, que Paco y yo no habíamos cruzado todavía dos palabras, pero se acercó a mí con su lápiz reluciente. Hay que decir que Paco, por aquel entonces, era niño de pocas palabras y que a mí me sacaba por lo menos cuatro dedos de alto, por ponernos en situación.
Supongo que, ese día, sintió la necesidad de presumir de lápiz, en sentido positivo, y tras pensárselo un poco, me dijo “me lo ha regalado mi padre. Es muy duro. Toma, intenta partirlo“.
Yo miré el lápiz, miré a Paco y evalué que si partía el lápiz, probablemente me arrancaría la cabeza. No obstante, ante su insistencia, acabé cogiendo el lápiz e intenté partirlo.
Aún a día de hoy, recuerdo con un escalofrío el crujir del lapicero, que en un momento pasó, por reproducción espontánea, a ser dos lapiceros; eso sí, bastante más feos que el original.
Paco miró el resultado, entre espantado y atónito y cuando yo ya estaba pensando “aquí morimos», me miró a mí y me gritó: “¡Te he dicho que lo intentases, no que lo partieras!”.
Por fortuna, todo el tamaño de Paco encerraba, y encierra a día de hoy, bondad, por lo que esa tarde volví a casa ileso. De esta manera, tan irregular, empezó una amistad que aún perdura. Como otras, de las que me vanaglorio sin complejos en cuanto tengo ocasión. Tengo la suerte de conservar la pandilla del colegio San Martín, de Moratalaz, en su integridad. Después de tantos años, hay que pensar que algo harían bien en ese colegio. Gracias por ello.
Decía José Luis Sampedro: “Ya está dado el paso definitivo, ya el recuerdo deja de ser nostalgia para ser liberación».
Espero que la vida no me libere de mi nostalgia, que se encuentra entre mis angustias más preciadas.
Será por eso que, últimamente, he vuelto a las tostadas de pan frito de ayer.
“A trabajos forzados me condena, mi corazón del que te di la llave. No quiero yo tormento que se acabe, y de acero reclamo mi cadena».(Antonio Gala).
No me roben la nostalgia.