La democracia es como una dama caprichosa y exigente, a la que pretendemos con galanterías y proposiciones. Sin olvidar que reverencia más la integridad electoral que la cortesía. Documentos aburridos, obstáculos para una coronación. Pero, ¿quién los necesita cuando se tiene la voluntad divina de ser el elegido? Nadie, se diría con sonrisa irónica y guiño cómplice. Como un baile al que estamos invitados, en el que algunos prefieren la barra, bebiendo su cóctel de indiferencia, mientras observan con desdén a los que, sudando, gotean la pista. Y luego, quienes hacen ¡lo que les da la gana!
Imaginen a un oficinista, de corbata apretada y moral más suelta que pantalón después de una comilona, adormitado, casi roncando en su despacho, acicalado con su mejor traje, y sobre la mesa, un montón de papeles, que podrían ser cualquier cosa, actas electorales o facturas de cafetería. Fastidiosas hojas de papel, parpadeando como si fueran luces de un semáforo que sólo muestra la luz roja. «No, no y no».
¿Por qué detenerse ante algo tan trivial como la transparencia?
¡Qué va! Aquí la voluntad es lo que cuenta y la voluntad es la manifestación pura del «porque me da la gana».
¿Qué importa no entregar lo solicitado?, se pregunta bostezando y gruñendo a la vez.
«¿Y para qué?», se responde a sí mismo mientras da un sorbo al café frío y sin azúcar para espabilarse, y así, disfrutar de la satisfacción de cómo su gran decisión de no hacer nada, afecta al país.
¿Y quién podría culparlo en su deseo profundo y noble? Después de todo, la historia nos enseña que las grandes decisiones no se toman con aburridos trámites legales, sino con el impulso y la firmeza de «no me da la gana». La inercia es una virtud subestimada.
¿Por qué entregar cuando se puede disfrutar del delicioso sabor de la procrastinación? «Hoy no, mañana sí… o quizá pasado», piensa el marrullero.
Y mientras tanto, los ciudadanos, eternos optimistas, siguen esperando que algo cambie, como quien espera que su vieja lavadora se convierta en lavavajillas por arte de magia. Si Napoleón hubiera esperado las actas de su autoproclamación como emperador, todavía estaría sentado en su pequeña isla soñando con París.
«¿Y qué pasa si no entrego las actas?», se pregunta.
¿Se caerá el cielo? ¿Vendrá un desbordamiento de burócratas enfurecidos a pedir explicaciones? No, claro que no. Aquí no pasa nada, nunca.
Los días se suceden con la misma monotonía con la que aplaza su deber. Un día más, un papel menos. El mundo girando, y el funcionario postergando.
Sin olvidar la declarada impunidad. Cuando el sol de la justicia amanezca, quizás, sea demasiado tarde. Las actas sin importancia, como un boleto de lotería no premiado, estarán protegidas de polvo, encubiertas bajo montones de archivos irrelevantes. Y para entonces, la atención pública habrá pasado a otra cosa, tal vez a un escándalo nuevo, una promesa electoral rota, o quién sabe, un gol fantasma de un juego.
Los sorprendidos expresarán, que semejante comportamiento es atentado contra la democracia, pero, ¡por favor! La democracia es tan resistente que sobrevive a extravagancias, caprichos y antojos. Un sistema que aguanta a tantos quienes se creen por encima de la ley, zarandeando las críticas como si fueran caspa en sus ropajes.
Por lo tanto, transformemos el «no me da la gana» en un nuevo grito. ¿Qué sería de la vida sin un poco de rebeldía? Sin la audacia de ignorar la ley. En el fondo, no son más que papel mugriento, atiborrados de falsedades; además, la soberanía popular reside en la determinación de hacer lo que quiera, cuando quiera y como quiera. ¿Para qué atarse al trámite legal? Así piensan, quienes simplemente no les da la gana.
¿Qué sería sin los pequeños gestos de indisciplina? Nada, absolutamente nada. Y, en esa nada, encuentran su verdadera razón de ser. Y, en su despreocupación, recuerdan que es una broma pesada que se toma demasiado en serio.
@ArmandoMartini