Quienes me conocen de vista, trato y comunicación saben asaz bien que soy un hombre esencialmente de libros y lecturas; pues mi existencia y particularmente mi vida intelectual, desde que tengo uso de razón, o sea, desde la más tierna infancia, mi vida está asociada al fascinante e irresistible mundo de los libros.
Por ejemplo, cuando yo era un párvulo chicuelo de apenas 7 u 8 años, mi amada madre quien a la sazón trabajaba en una medicatura anclada en un palafito de madera en los intrincados laberintos fluviales del Delta profundo conocido por los lugareños como el «bajo Delta», leía mis primeras letras en el famosísimo libro Coquito de pre-caligrafía; también pasaba horas enteras tendido en el piso de madera del palafito que servía a la vez de hogar y de medicatura pronunciando las letras en voz alta que traían otros libros que contenían hermosos abecedarios y lecturas de relativamente fácil lectura y comprensión de textos breves…
Mensualmente, iba hasta nuestro lejano destino una pequeña embarcación dotada con un motor fuera de borda de marca Evinrude de 125 caballos de fuerza donde iba un señor que llevaba un gran cuaderno de contabilidad donde anotaba los nombres, apellidos y número de cédula de los beneficiarios de los sobres amarillos debidamente engrapados contentivos del dinero correspondiente a la quincena o mensualidad del personal adscrito al Ministerio de Salud y Asistencia social. Recuerdo nítidamente que yo le rogaba a mi madre que cuando viniera «el pagador» le dijera que me trajera periódicos, no importaba que fueran viejos; con la lectura de los titulares de daba banquetes pantagruélicos de inenarrables exquisiteces para mi insaciable espíritu apenas iniciado en lo que a la postre resultaría el más largo e interminable viaje en el que aún persisto sin querer que termine nunca. Sí, porque nadie podrá negarme que la lectura es ese otro viaje de la imaginación y el pensamiento mediante el cual el protagonista visita con su febril e indomeñable mente desbordada topologías y territorios que sólo se pueden visitar a través del espíritu.
De tal modo, que mis primeras letras las abrevé en casa con la paciente tutela de mi madre quien este año 2022 ha de arribar a 91 años.
De todos mis maestros guardo y devoto e inextinguible recuerdo de mi maestra Roilda que forjó en mí la paciencia y el entusiasmo en proceso que ha de durar el ejercicio cuasirreligioso de la lectura. Aquella humilde escuelita de la Escuela Granja de Santa Catalina fue mi Edén y mi verdadero paraíso intelectual de la mano de mi institutriz en mi educación laica, popular y democrática de finales de los años 60 de la pasada centuria.
Posteriormente, la siguiente década después de mi educación primaria, ya estando cursando estudios de bachillerato en el liceo (Ciclo Básico Común, le denominaban) comenzó un proceso de exploración y descubrimiento de libros y lecturas extra cátedras y libros extracadémicos. Los primeros tres años del liceo fueron de lecturas desordenadas y ametódicas; leía cualquier cosa, sin orden ni concierto, obviamente mi espíritu liceísta era libérrimo y sin ataduras disciplinarias de ninguna índole. Nadie me ponía libros ni revistas en mis manos. Leía con fervor e insaciable avidez todo lo que caía en mis manos, jamás leía por encargo ni por orden de alguna Secretaría de propaganda y formación doctrinal e ideológica. Naturalmente, leía por gozo y gusto estético, leía porque sí, porque me daba la gana; leía por el mero placer para regocijarme en el intransferible júbilo de sentirme libre de los rigores que me imponía la realidad tempranamente odiosa y repelente de aquellos años juveniles de la década de los años 70.
El descubrimiento de la literatura de izquierda vino con mi filiación a las corrientes afines a lo que por esos años llamábamos el «humanismo socialista». Recuerdo que escudriñando en los anaqueles de la biblioteca del Ciclo Diversificado «Néstor Luis Pérez» mis ojos hechizados por el sorprendente asombro descubrieron un extraño libro titulado: Actas Tupamaras curiosamente editado en Uruguay sobre el movimiento de liberación del movimiento Tupamaro de ese país; eran los días del predominio del gorilismo argentino y del virus fascista en el Cono Sur de nuestro continente. Yo comenzaba a leer con más rigor selectivo literatura de naturaleza filomarxista, leninista, trostkista, maoista, etc.
Una vez que me gradúo de bachiller es que tomo plena conciencia de mi rol de lector porque se me abre el horizonte de los libros como un mundo autónomo, una realidad independiente y paralela al mundo empírico y subjetivo de estatuto realmente fáctico. Salir de los cartabones encorsetados de la lectura ortodoxa fue para mi un acto de auténtica liberación interior equivalente a un gesto de emancipación intelectual. Por ejemplo, descubrir a los ácratas griegos antiguos, a los escépticos y a los pensadores cínicos significó juntamente un descalabro catastrófico y una liberación metafísica e interior de gigantescas proporciones éticas e intelectuales sólo comparable con el descubrimiento de Schopenhauer, de Nietszche o de Cioran. Sobre éste último he escrito un largo ensayo literario y filosófico que estudia críticamente la concepción de la historia del rumano.
A lo largo de mis seis décadas de existencia puedo decir que he leído y por supuesto releído una gran cantidad de libros, en verdad nunca se me ocurrió llevar la cuenta de los libros leídos; pero mire que son legión los libros que han consumido mis días con sus respectivas noches. Hay quienes osan listar un catálogo de sus 10 libros más importantes sin los cuales la vida no sería vida. Para mí, en cambio, que lo he leído todo o casi todo, es decir, nada comparado con los libros que editan y que nunca podré leer porque cada día envejezco más rápidamente y me aproximo al final de mi trayecto vital, es literalmente imposible elaborar una lista de mis libros favoritos. Lo que sí no admite dudas es que soy un lector escrupulosamente selectivo, apasionadamente heterodoxo, herético, profundamente irreverente que desacata los cánones y preceptivas al uso en materia de lecturas. Cada día que pasa en mi vida de claustro y de viajero inmóvil leo menos tratados farragosos y volúmenes sistemáticos exuberantes e indigestos de índole académicos o no y tiendo a refugiarme en libros de poesía y ensayos críticos de imaginación alejados de toda pontificación y palabra sagrada.
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