OPINIÓN

No hay sistema…

por Carlos Sánchez Torrealba Carlos Sánchez Torrealba

Se había gastado tres cuartas partes de la quincena en la instalación y pintura de sus nuevas uñas acrílicas y enormes que ahora lucían unos diminutos y repetidos paisajes con arbolito en primer plano, como una especie de bonsái, que iba empequeñeciéndose más y más hasta llegar a los dedos meñiques de sus pies 45. Estaba feliz. Lucía más soberbia con sus nuevos adornos.

Fue larga y lenta la cola mientras esperaba la buseta que la llevaría a su trabajo. Era oscuro todavía cuando salió de su casa. ¡Una es-cul-tu-ra! Entonces la luz empezó a entrarle a las cosas. A la calle. A los edificios. A las casas por las que ella iba pasando. A la cola donde estaba y que ahora se movía para abordar la buseta.

La puerta de la gran oficina la abrieron como a las /:40. Ya el sol empezaba a apretar y el calor a subir porque el aire acondicionado hace tiempo que no funciona. Desde las 4:30 de la mañana había en la calle dos largas colas como de cuadra y media. Cuando abrieron la puerta se largó una carrera como de hormigas, entre gritos, quejas, malas caras, voces desgañitadas ofreciendo café y empanadas, jugos y lotería, papel sellado y timbres, tarjetas telefónicas y el mal trato de algunos funcionarios que venían de su fin de semana a pagar la arrechera del ratón y de la desgracia de su trabajo rutinario con las usuarias y usuarios del servicio ávidos de información, temerosos de preguntar y hasta de mirar… Se respira en el ambiente una constante sensación de amenaza y un miedo que acecha… Lee alguien mientras espera también.

A ella ni se le corrió el maquillaje, ni se le fue su perfume sabrosamente penetrante con los apretujamientos dentro de la buseta. No, no. Era mucha su felicidad y bastante más grande su altivez ahora con aquel bosque de bonsái que le iba desde los dedos de sus largas manos hasta los meñiques de sus grandes pies.

Iba subiendo más el calor, iba subiendo el rumor de las voces, los celulares no cesaban de repicar y las colas armándose frente a cada capilla ¡digo! frente a cada casilla. En cada una, la cola era larga. Estábamos frente a la casilla número trece que, según muchas opiniones, era la que correspondía a nuestro caso. Nunca falta un optimista, un bromista que susurra: No se preocupe, aquí ya repartieron los números y ya empiezan pronto, entre golpe y golpe y media… aunque puede que sí como puede que no… Pero, no se desespere, aquí son muy puntuales…

Bostezos y lagañas, caras largas y otras amistosas, informaciones encontradas, mitos de todo tipo en cuanto a la tramitación de los documentos…. La gente lleva carpetas, otros portafolios, unos portan elegantes maletines dudosos delos que todos sospechan su contenido. Otros tantos llevan y traen papelitos gastados, doblados, redoblados, mugrises, que llevan dos años plegados y más como el de la cartera de un señor que hace su cola y que a estas alturas ya luce como el papelito. No hay quien informe. No hay quien informe nada.

La corte de los milagros, perdón, la corte de funcionarios ha ido llegando progresivamente. Nada les identifica. Pero, su actitud les delata. Van entrando por una reja con un cartel que reza: Área Restringida con una gran equis, enorme, en el medio. Los funcionarios entran por la reja sin usar llave, ninguna llave. Se saben el truco desde hace rutinarísimo tiempo. No miran a los lados. No escuchan a nadie. La plebe puede seguir esperando. No son las ocho y media y su trabajo no ha comenzado. Son los pequeños seres a quienes Don Salvador Garmendia alguna vez dedicó una novela entera. El cuchicheo ya es mayor de tanta gente que ha seguido llegando. Las colas son más largas y desfilan niñitos en brazos; ancianas de canas y peinetas; un chamo en patines ¡quien acaba de ser detenido por un serio vigilante!; una señora que debe tener no menos de 123 años doblada exactamente por su cintura como una ele al revés en 45 grados perfectos; ejecutivos de algún banco cercano; novios que acompañan a sus novias; un buhonero que vende todo a mil: ungüento guardia, callicida, preservativos; mentol chino; jarabe de Tolú; incienso; agua bendita; piedras; imágenes de la Rosa Mística que se ofrecen para alcanzar el milagro del documento.

Ella, la de las uñas acrílicas y enormes, sigue, imperturbable, recorriendo los pasillos como en cámara lenta. Como Yolanda, la reina de la pachanga.

Por la reja siguen entrando funcionarios que la abren con un lápiz, con una llave que no meten por la cerradura, con un carnet, con un pequeño destornillador. Las colas se arman y se desarman. La jefa que no llega todavía, según dice un suspirador. La luz amenaza con irse. ¡Suena intempestivamente una música a toda mecha!: ¡¡MUEVE LA CINTURA, MUEVE LA CINTURA!! Siguen pasando los funcionarios por la reja. Uno le da una patada, otro le da un coñasito y así siguen entrando sin voltear a mirar.Ya son más de las 8:30 y su trabajo no ha comenzado. La burocracia se da su postín.

―Güeno, ya pasan las ocho y media, ya, y nada que atienden a naiden!.

Grita una voz anónima. No hay quien informe. No hay quien informe nada, ni por la reja, ni por las taquillas. Alguien alza la voz y pregunta:

―¿A qué hora es que van a empezar?, ¡pues! ¿Ah?

Un militar pequeñito, retaquito, gordito, militarico, se asoma y lo ve. El alguien baja la cabeza. El verde inclina su arma larga. Baja el volumen de las voces. Silencio… Entonces… Entonces…

Entonces entra ella -la de las uñas acrílicas y enormes pintadas con los bonsái- se dirige a la reja y no se le ocurre mejor idea que tratar de abrirla con una de sus uñas. La más larga que luce como una navajita y…. ¡se le quiebra la uña! Pega de un grito un gran coñazo de madre. Gran silencio. Se va la luz. Se apagan las computadoras y, escritos a mano con bolígrafo y remarcado, ponen unos cartelitos en la reja, en las taquillas y en las puertas: Hoy no habrá atención al público. No hay sistema.

Esta historia continúa…