A su alrededor, la tierra inhóspita y estéril pretende desanimarlo mientras con sadismo perverso el calor, siempre inclemente, lo quema por dentro. Las altas temperaturas obligan al sudor a recorrer su cuerpo. La ropa es un estorbo pero húmeda y con fuerza, se adhiere a la figura de un hombre lánguido y finge ser una segunda piel que intenta refrescarlo.
Lleva años caminando. Intenta regresar a su iglesia. Lo logra. Está en ruinas. Sus escombros parecen haber olvidado la fe y las oraciones de los feligreses. Se decepciona pero entiende que su error fue haber buscado la iglesia, no a Dios.
—Disculpe, ¿dónde puedo alquilar una habitación?
Un hombre cabizbajo con un gorro azul, el único ser vivo que ha visto en ese lugar, se detiene.
—Amigo –insistió el hombre lánguido al no obtener respuesta– entiendo su desconfianza pero necesito un lugar para descansar. El viaje ha sido largo y quiero que sepa que este también es mi mundo. Hace diez años viví aquí… pero desde que apareció la COVID-19 y usted lo sabe, todo cambió y yo…
Un agudo e intenso pito lo obliga a callar. Por instinto cubre con sus manos los oídos, pero su reacción infantil no logra conquistar el codiciado silencio.
Aprovechando el desconcierto, el hombre del gorro azul corre hacia las ruinas del templo. Lo hace tan rápido que pareciera que de esa carrera dependiera su vida o quizás la de alguien más.
El otro hombre, el lánguido, decide ir detrás de él. Sus pasos cansados y débiles aumentan su angustia y su ritmo cardíaco. Al faltarle el aire, revive el sufrimiento que creyó haber olvidado.
Entrar a la iglesia puso lágrimas en sus ojos. Recordó cómo su vida se fracturó. Las pocas columnas que aún resisten en pie ya no sostienen nada. Le dan paso a la luz que, cual castillo de arena destruido por la furia de un oleaje sin mar, deja al descubierto su dolor. ¡Sí, esa imagen es surrealista, pero la vida en pandemia también lo es!
Por irracional que parezca, en ese lugar vio a miles de seres de rodillas ante la talla de madera de un Cristo que, con la boca cubierta con un trozo del Sudario de Turín, agoniza crucificado sobre una pared en ruinas mientras, qué ternura, un grupo de niños intenta bajarlo de la cruz.
El hombre lánguido de nuevo sintió miedo. Otra vez cerró sus ojos.
Días después volvió a mirar. Se enfrentó a un rostro cubierto con una visera de lámina de acetato que, diáfana como el cristal, resguarda una mascarilla de tela como la que por seguridad el planeta entero usó años atrás, cuando todos los días eran domingo y la Cuaresma transcurrió en cuarentena. Cuando nadie salió a plazas ni a iglesias. Cuando los parques quedaron sin niños, sin risas y sin escuelas. Cuando algo inesperado cambió la vida en un instante y todos dejamos de tocarnos pero nos miramos más, nos extrañamos más… y nos amamos más.
Fue cuando la muerte, sin piedad porque así lo hizo, se llevó almas y dejó cuerpos que podían respirar. Sí. ¡Como si la tragedia de ese virus maldito castigara la desidia y la falta de humanidad!
Ante el recuerdo, el hombre lánguido no pudo más. Lanzó un grito tan intenso que desgarró su cordura. Sintió que se asfixiaba. Que el aire le faltaba y a lo lejos… sintió también la piedad de Dios.
Una bocanada de oxígeno llenó sus pulmones. Gritó. Lloró. Tosió. Recordó los ojos. Recordó los rostros. Respiró y de nuevo recordó a sus muertos. Volvió a llorar y lo entendió todo.
Comprendió que no habían pasado diez años, que la iglesia en ruinas es él pero por dentro, que no es calor sino fiebre, que el sonido agudo que tanto le molestó es el ritmo de sus latidos en el monitor cardíaco, que el hombre del gorro azul es su médico ¿y que el olor?, ahora lo reconoce. No es incienso, es alcohol.
—¿Dónde estoy? –preguntó aturdido.
—En Madrid, España –le respondió el hombre del gorro azul. El internista con guantes y tapaboca que durante su delirio febril nunca le habló. El mismo que lo ingresó en el hospital.
—Ya no necesitará el ventilador mecánico –añadió– con el favor de Dios pronto será dado de alta.
Y el día llegó. El hombre lánguido caminó en medio de aplausos de médicos y enfermeras y como muchos otros bailó entre lágrimas propias y ajenas.
Al poco tiempo, este médico internista, el que cuidó al hombre lánguido, es ahora quien delira. Un ventilador mecánico lo conecta a la vida o la muerte.
Estamos en emergencia sanitaria. Más de una vida ha sido entregada para salvar otra, no porque los médicos y enfermeras no tengan miedo de morir, sino porque con la ayuda de Dios quieren darnos otra oportunidad.
Por eso no hay palabras para agradecer la bondad de este raudal de gente buena, ni perdón para quien no se cuide quedándose en casa y respetando la cuarentena.
@jortegac15