La izquierda autoritaria y populista, en sus diversos matices, que tanto mal ha hecho en América Latina, y en especial durante el siglo XXI, pareció perder la mayor parte de su fuerza política y gubernativa, en años recientes, y no pocos creyeron, con pasmosa ingenuidad, que se trataba de una tendencia irreversible. Pues no. No fue así. La victoria presidencial de López Obrador en México, y todavía fresco: el repunte de la señora Kirchner en Argentina, lo ponen en evidencia.
Cierto que la satrapía de Maduro es una de las más impresentables del mundo. Y cierto que no se le queda muy atrás el sandinismo dinástico de Nicaragua, la cuasi-monarquía boliviana y ese arcaísmo histórico que se llama «revolución cubana». Todas estas, hegemonías de la izquierda borbónica –la que no aprende ni olvida– y que tanto daño inflige en nuestra región. No obstante, para no incurrir en el error de las generalizaciones crasas, es preciso distinguir que, por ejemplo, no es lo mismo la política económica de Evo Morales que el colectivismo de Raúl Castro. Pero las semejanzas superan las diferencias específicas.
La llegada de Macri a la Casa Rosada, de Bolsonaro a Planalto, de Duque a la Casa de Nariño, y el regreso de Piñera a La Moneda, parecían indicar que un tiempo llegaba para quedarse. Un tiempo de cambio democrático, con liberalización económica, y articulado por criterios alejados de la izquierda atrasada y corrupta. Eso pudo haberse consolidado, pero el desempeño de Macri ha sido mediocre, para decirlo con levedad, y Bolsonaro es capaz de reponer a Lula en el poder. La milenial Camila Vallejo, propiamente comunista, no deja de acosar al gobernante chileno, y Petro estrecha las opciones de Duque.
Total, que hay un contrarreflujo, para utilizar términos de la praxis marxista, en el que los que perdieron sus privilegios gubernativos, por haber abusado de ellos de manera escandalosa y haber sumido a sus países en crisis de variable intensidad, ahora estarían por regresar a sus antiguos fueros, pero con la misma retórica vengativa y, en muchos casos, ultrosa, que no pronostica nada bueno para América Latina.
Los regímenes tecnocráticos, tan favorecidos por un sector aguerrido de la opinión pública, puede que sean eficaces en algunos aspectos, pero suelen ser calamitosos en la conducción y proyección política. No es que no hagan falta tecnócratas en los gobiernos serios. Si hacen falta. Es más, son indispensables, pero ellos y ellas no deben ser los encargados de dirigir el rumbo político de un período gubernamental, ni mucho menos de la nación en general. Al menos en parte, lo referido contribuye a comprender los vientos de cambio que soplan para mal entre nosotros.
En Washington se han desentendido del sur del hemisferio, con la obvia excepción de México y el caso de las sanciones a la hegemonía que aún impera en Venezuela, y muchos de sus más notorios personeros. La Casa Blanca de Trump no es precisamente «latinoamericanista», y sus pleitos políticos y comerciales con potencias mundiales le terminan de consumir el tiempo que, por otro lado, no estaba muy deseoso de dedicar a fortalecer los vínculos de cooperación e intercambio con los países de América Latina.
Una demostración de esa no tan disimulada indiferencia es la permanencia del comunismo cubano, incluso vigorizado por la administración Obama. Los gringos se han equivocado mucho con nosotros y se siguen equivocando. Y nosotros también, porque oscilamos desde la percepción de un fatalismo patológico hasta la exaltación más demagógica y embustera que se pueda concebir. En esos extremos no están los caminos que debemos recorrer para salir adelante. Caminos de modernidad, justicia social y libertad.
La izquierda autoritaria y populista no estaba muerta, estaba de parranda. Hay que enfrentarla con todos los medios legítimos. Es un derecho y un deber.