OPINIÓN

No es Trump, es Almagro

por Asdrúbal Aguiar Asdrúbal Aguiar

OEA Cuba

El adanismo, léase la negación de paternidades como fuentes de cultura y, durante milenios, formantes de civilizaciones, ha hecho inútil para Occidente el llamado choque de civilizaciones. No ha habido choque, menos un diálogo como lo quiso la ONU, dado que nuestra civilización, la judeocristiana y grecolatina, se ha encargado de desmontarse a sí misma con sus feligreses. Son hijos de sí mismos. La democracia y la ley ahora se conjugan a conveniencia, como en el fascismo.

No es del caso hurgar sobre los orígenes de este quiebre epocal. Se ha escrito lo suficiente al respecto, si bien las redes y los bots como ChatGPT prefieren alimentarse de lo más reciente; de lo que estimula polaridades y enconos, como los que dan lugar al juzgamiento de Donald Trump por un tribunal federal norteamericano. ¿Por una razón de Estado? No. ¿Por algún crimen de lesa humanidad como los que ocurren sin escándalo en Venezuela, Nicaragua o Cuba –y atribuible al expresidente–? Tampoco.

Se usa la justicia, sí, para frenar su ambición política. ¿Desmedida?, de acuerdo. Es desmedida también la de quienes lo persiguen, aspirantes a quedarse en el poder. Los ambiciosos de ayer, cuando menos, se fijaban como límites la democracia y el respeto a las reglas de juego. Esta vez se usan a los jueces, he aquí lo grave de la cuestión. La «liquidez cultural» global y en boga arrastra al Estado de Derecho o al Rule of Law. Y aquí sí cabe volver la mirada atrás, para que se tenga presente al conjunto, pues el común siempre se golpea con los árboles sin un alto para imaginarse al bosque, como lo enseña el giro orteguiano.

En el ambiente de deconstrucción cultural que avanza raudo, si al señor Trump se le hubiese descubierto tener ligas con la naciente identidad LGTB+, a buen seguro que su sucesor mucho le estimaría. Mas lo cierto es que, en la actualidad, bajo los extremismos que toman cuerpo y exacerban la gobernanza digital, no hay adversarios. Todos son enemigos. Si no que lo diga el presidente Nayib Bukele, de El Salvador.

Años atrás Sergio García Ramírez, entonces presidente de la Corte Interamericana, decía bien que las dictaduras del pasado se apalancaban sobre la seguridad y las de ahora destruyen la democracia y el Estado de Derecho, argumentando la defensa de los derechos humanos. El covid-19 y su distanciamiento social han sido máximas de la experiencia corriente.

Pero volvamos a lo central. A Carlos Andrés Pérez le derroca la justicia venezolana por proteger a la democracia nicaragüense, mientras Fidel Castro acudía jubiloso a su «coronación». Así la llamaban los centenares de intelectuales que le daban la bienvenida al dictador en 1989, a su llegada a Caracas.

El caso es que este, junto a Lula da Silva, en 1990, instalan el Foro de Sao Paulo cuya nueva cara es el Grupo de Puebla. Desde entonces alegan ambos que los jueces persiguen a los suyos acusándoles de ser narcotraficantes o les harán víctima de un Law Fare. Pero pasados dos años sin ser juzgado por su víctima –el presidente Pérez– Hugo Chávez es sobreseído por el presidente Rafael Caldera e impulsa contra este un movimiento para derrocarlo. Pide su renuncia, sin lograrla. El MBR-200 se muestra como el mascarón de proa del Foro.

Seguidamente, apalancado en el poder, dirige sus baterías contra la OEA, pues podía ponerle freno a su deriva dictatorial mediante la Carta Democrática Interamericana de 2001. Ataca a la CIDH y a la Corte Interamericana. Mas, paradójicamente, son sus contrarios quienes hacen renunciar al estrenado secretario general, Miguel Ángel Rodríguez, expresidente de Costa Rica, atribuyéndosele hechos de corrupción que se demostraron patrañas, pero años después, consumado el despropósito. La prevaricación pasa a ser la norma en la lucha política.

Castro, Lula y Chávez colocan a José Miguel Insulza, quien acepta callar ante todo desaguisado de los gobernantes del Foro, mientras reacciona con virulencia, aquí sí, luego de la caída de Mel Zelaya, forista. Los militares lo expulsan del poder por intentar forjar una constituyente inconstitucional para hacerse reelegir a perpetuidad, como lo hacen los Ortega Murillo en Nicaragua y quiso hacerlo Evo Morales en Bolivia.

Así, cuando a Lula da Silva y Dilma Rousseff les llega su hora –por el escándalo de Odebrecht, que es el vehículo para contaminar con el morbo de la corrupción y sujetar a los gobiernos no aliados– el Foro y su Grupo poblano hablan de guerra judicial en su contra. Lo hacen, asimismo, para defender a Cristina Kirchner, condenada por graves hechos de corrupción, mientras mantienen tras las rejas a la expresidenta boliviana Jeanine Áñez, por haber sucedido constitucionalmente a Morales, acusándole de ejecutar un golpe de Estado.

Nada que decir de Pedro Castillo, destituido al declararse dictador en Perú y en cuya defensa sale Andrés Manuel López Obrador, ahora cabeza del progresismo socialista regional. Y no se olvide que por obra del Foro corruptor de la Justicia en las Américas caen, sucesivamente, varios presidentes peruanos y uno de estos, expresidente, se suicida. La condena a Nicolás Maduro por lo de Odebrecht y la investigación extensiva que ordenara el TSJ en el exilio venezolano, sin embargo, quedan como piezas de museo.

En la euforia del esfuerzo constituyente de 1999, cuando la antigua Corte Suprema de Justicia de Venezuela decidió relajar sus dogmas para facilitar el “decurso político” constituyente, la asamblea del chavismo destituyó sin fórmula de juicio a todos los jueces, incluidos los supremos. Les sustituyó con adeptos, como lo hace hoy Bukele, 22 años después.

De modo que no es Trump, a quien la justicia federal de Nueva York le vincula con una porno, sino Luis Almagro, secretario de la OEA. Dicen los del Foro que les traicionó defendiendo al Estado de Derecho y les basta que tenga una relación afectiva normal, según los viejos cánones, para condenarlo al Infierno de Dante. En eso anda el canciller mexicano.

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