Foto: Juan Barreto / AFP

Desde Platón y Aristóteles se ha discutido la idea de que los gobernantes deben actuar en beneficio de la comunidad. Platón, en La República, describe a los filósofos-reyes como aquellos que gobiernan con sabiduría y justicia, poniendo el bien común por encima de sus propios intereses. Aristóteles, en La Política, también argumenta que el propósito del gobierno es el bienestar de la polis.

También durante la Ilustración, filósofos como John Locke y Jean-Jacques Rousseau desarrollaron teorías del contrato social que implicaban que los gobernantes deben estar al servicio de los ciudadanos. Locke, en su Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, argumenta que los gobiernos se establecen para proteger los derechos naturales de los individuos y que los líderes deben ser responsables ante el pueblo. Rousseau, en El contrato social, afirma que la soberanía reside en el pueblo y que los gobernantes son meros delegados de la voluntad general.

Esta idea de que gobernar es servir se reflejó en conceptos como la democracia representativa, los líderes democráticos son elegidos para representar y servir a sus electores, y se espera que actúen en interés del público, rindiendo cuentas de sus acciones.

Entre la teoría y la práctica hay un largo trecho y el principio del servicio público se ha dejado de estar presente, me atrevería a decir sin temor a equivocarme que en la mayoría de los países del planeta, salvo en el discurso electoral, un caso emblemático es el de la Venezuela de los últimos 25 años, desde que Hugo Chávez llegó al poder ofreciendo villas y castillas a una población frustrada por la decadencia de la democracia, ofreciendo mejorar las condiciones de vida y acabar con la corrupción, la pobreza y la desigualdad tanto en la satisfacción de las necesidades populares como en su aprovechamiento del poder. Promesas que resonaron fuertemente en el electorado y le permitió ganar el apoyo necesario para ser elegido presidente de Venezuela en 1998.

Pero el discurso no pasó la prueba. Desde los inicios de su gobierno se comenzaron a ver las costuras de la intención de perpetuarse en el poder, del cual se hizo un aprovechamiento inédito, convirtiendo al país en un botín. Se aplica en toda su dimensión la frase atribuida a Lord Acton de que el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente. Esa concepción del poder como la cosa nostra, explica en buena parte la inaudita destrucción del país, que ha acarreado al rechazo popular a Maduro como presidente y como candidato para las elecciones presidenciales que se avecinan.

Entre las sensatas ofertas de Edmundo González como candidato de la oposición se incluye la reconstrucción del país desde lo más básico, así como se lee, como es proveer de los más elementales servicios públicos, destruidos sistemática y progresivamente durante 25 años. También ofrece justicia transicional para los funcionarios que han cometido delitos de corrupción y crímenes de lesa humanidad, de manera de facilitar la aceptación de un cambio de gobierno.

Pero la incógnita de qué hará el oficialismo venezolano permanece. Se llegará a las elecciones, se respetarán los resultados, si se respetan los resultados qué pasará entre el 28 de julio –cambio de fecha decidido no ingenuamente- y febrero de 2025, cuando corresponde la asunción del nuevo gobierno. Todo está por verse y en ello sabemos el peso que tiene el mantenimiento y reforzamiento del entusiasmo popular a favor de María Corina y Edmundo, el reforzamiento de la Unidad opositora con desprendimiento de todas las partes, así como la vigilancia internacional sobre los resultados en especial del presidente Lula da Silva y también de Gustavo Petro, sus aliados regionales. Se extraña que AMLO tenga a bien unirse a esta corriente.


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