A los más jóvenes podrá sonarles raro escuchar que el Líbano haya sido un país próspero, moderno y multiconfesional. Pero así fue. Entre el inicio de los años cincuenta y el letal 1975, hablar de la «Suiza del Cercano Oriente» no era, en modo alguno, una hipérbole. Era la realidad de un pequeño oasis financiero, rodeado de guerra y miseria por todos los costados. Las guerras no toleran oasis.
Todo arranca del trágico «septiembre negro» jordano en 1970. Como salida a la debilidad endémica que suponía su emparedamiento entre Israel y Jordania, la OLP de Arafat plantea su envite más alto. Y encaja, como siempre, una derrota: quizá la de más duras consecuencias. La apuesta no era disparatada, sin embargo. Arafat lanza a sus hombres a la toma del reino jordano: de tener éxito, una nación palestina con asiento allí hubiera podido trocar al grupo terrorista en convencional Estado-nación. Despótico, por supuesto; corrupto, claro está. Pero eso, en aquellas culturas y latitudes, no es una anomalía.
Todos habrían salido ganando: la OLP que poseería una nación, Israel que hubiera podido negociar con un Estado y no con una maraña de bandoleros, los países árabes fronterizos que se verían libres del cáncer social de los campos de refugiados… Todos, menos el rey Hussein, quien, naturalmente, no se avino a ceder con cortesía el trono a las bandas a las cuales había acogido, «humanitariamente» sí –con cargo económico a los organismos internacionales–, pero de muy mala gana. El Ejército jordano masacró a la OLP como ninguna otra fuerza militar lo había hecho ni lo volvió a hacer nunca: unos cuatro mil muertos en pocos días. No se hacían prisioneros. Los guerrilleros que no lograron cruzar el Jordán para entregarse al Ejército israelí, iban siendo fusilados sobre la marcha por las fuerzas beduinas de Husein.
Fue entonces cuando Arafat diseñó la instalación de sus hombres sobre un territorio menos peligroso. El Líbano cumplía las condiciones ideales: en lo económico muy rico, militarmente muy débil y sociológicamente por completo heterogéneo. La extraterritorialidad de los campos palestinos había sido impuesta allí desde diciembre de 1969. Esa existencia de un Estado dentro del Estado, dotado de ejército propio bajo mando de Arafat, disparó las hostilidades en el complejo tejido religioso libanés. La OLP hizo en el Líbano política de tierra quemada. Y cada fracción libanesa pasó, en respuesta, a dotarse de su propio ejército privado. En 1975 se inicia una larga guerra civil de todos contra todos, de la cual el Líbano saldrá literalmente deshecho. Hasta hoy. Nunca más habrá vuelto a haber allí, en sentido propio, un Estado.
Algo, en tanto, iba a cambiar todos los datos del conflicto. 1979. Un disparate crítico del presidente estadounidense Jimmy Carter va a colocar en el poder absoluto de Irán al Ayatolá Jomeini, entre cuyas primeras providencias está la de instalar a su fuerza armada propia en la franja del Líbano que hace frontera con Israel. La idea es militar y religiosamente articulada, tres años más tarde, por el mullah iraní Alí Akbar Mohtashamipur, bajo la forma de una sección de los Guardianes de la Revolución en el sur del Líbano, el «Partido de Dios», «Hezbollah», bajo mando militar y religioso del clérigo jomeinista libanés Sayed Abbas al-Moussaoui. Destruidas entre sí las proliferantes facciones armadas libanesas y palestinas, una fuerza con disciplina militar y buen armamento, como la que los iraníes ponen en pie, acaba por hacerse con el poder total en poco tiempo. Del Líbano ilustrado, próspero y multirreligioso no queda hoy nada. Y es difícil pensar que el país mismo pueda volver a existir un día.
Desde esa franja sur del Líbano, el Ejército de los ayatolás tiene a tiro de piedra Israel. Tanto más lo tendrá el día –todo lleva a pensar que muy cercano– en el que Irán disponga de armamento nuclear operativo. Quienes hoy se extrañan de que los iraníes no hayan dado respuesta a la aniquilación por Israel de sus fuerzas de élite en el Líbano, olvidan la pieza clave. Lo esencial para Irán es ganar tiempo para completar su fabricación de armas atómicas. Y utilizarlas. Si para ganar ese tiempo es preciso sacrificar peones, se hace. En el Líbano o donde sea. Alá lo quiere.
La guerra de verdad en el Cercano Oriente es la que Israel e Irán despliegan sobre un tablero casi matemático. Lo demás es diversión táctica. El bombardeo de Irán confirma esa evidencia. Israel no permanecerá pasiva.
Artículo publicado en el diario El Debate de España
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