Desde la librería Suma veíamos a Orlando Araujo saludar con el brazo extendido y el índice de su mano derecha indicando que iba hacia la avenida Solano de Sabana Grande y gritaba: ¡Sábado sensacional! en alusión al Vechio Mulino, el bar que servía de sede a la República del Este y lugar de eventuales rencillas y ásperas discusiones de tragos.
Cuando fracasaron políticamente las guerrillas de clara inspiración cubana destinadas a derrocar el gobierno legítimo y democrático de Rómulo Betancourt, «un arroz con pollo, pero sin pollo» las calificó el propio Betancourt, los intelectuales que se comprometieron en la aventura se refugiaron en el Vechio Mulino y crearon allí una República que sustituía a la que no lograron fundar con el apoyo de la violencia armada. Era una manera de burlarse de la auténtica República porque en la inventada se alternaban también seguidores que llamaban a elecciones, elegían a un presidente, a ministros y se complacían en darse golpes de Estado.
Confieso que yo era uno de aquellos acelerados que pensaban derribar el «gobiernito» de Betancourt. Muchos de nosotros estábamos hipnotizados por la Revolución cubana y caímos en sus trampas. El movimiento plástico y literario conocido como El Techo de la Ballena, un dadaísmo tardío pero de adorable y oportuna efervescencia del que me ufano por haber militado en él, actuó sin percatarme como brazo cultural de las guerrillas. ¡Reconozco que estaba equivocado! Quien tenía razón era Betancourt y no yo, pero sigo apreciando la irreverencia que sostuvo El Techo de la Ballena al remover furiosamente la apacible floresta cultural venezolana. El Techo de la Ballena se burló de los notables, santificó la necrofilia y fustigó la cursilería aferrada a muchas vertientes de nuestra cultura y se burló ácidamente del presidente de la república. Puede decirse que el Vechio Mulino sirvió de techo a la ballena.
El Vechio se enfrentaba en diagonal con la Bajada, otro bar codiciado y en la esquina se encontraba el Franco que conformaba un triángulo que con risueña alegría la República del Este llamaba el Triángulo de las Bermudas porque el que caía en él se ahogaba no en un mar de sargazos sino en un trepidante océano alcoholizado.
Se trataba de una voluntaria disposición autodestructiva porque resultaba incongruente que seres suficientemente adultos se empeñaran en prolongar y sostener una bohemia más propia de una azorada adolescencia. La señora del sudario y la guadaña visitó varias veces al Vechio e invariablemente invitaba a alguno que otro de sus seguidores a dar un paseo. Cuando le preguntaban qué se habían hecho o para dónde se habían ido, ella sonreía, ajustaba el sudario, movía la guadaña y decía que se habían perdido en el Triángulo de las Bermudas.
Detrás de las botellas alineadas contra el espejo del mostrador, el monstruo de las contrariedades, discusiones y enfrentamientos siempre acecha en los bares. Emergió la vez que estuve en el Vechio Mulino para saludar a mis amigos abotagados, pero alegres y vivaces. Me tocó en suerte presenciar uno de los sketchs de Sábado Sensacional.
Cuando llegué, la tormenta ya daba vueltas sobre el mostrador empapando a Rafaelito Brunicardi, pequeño y muy delgado abogado que se molestaba agriamente cuando le decían ¡abogado! porque se consideraba poeta por encima de todas las cosas. (¡Mal poeta, en mi opinión!) y a Ramón Sosa Montes de Oca, alto, guapo y de buena conformación física que se autocomplacía en considerarse «¡poeta maldito!» creyendo que vivía junto a Gérald de Nerval en pleno romanticismo y lejos, desde luego, de la calle de la Vieille-Lanterne donde encontraron a Nerval y al sol negro de su melancolía colgados de un poste de alumbrado.
Montes de Oca era autor de un poemario titulado Tránsito en llamas que en la República del Este llamaban Con el rabo ardiendo y se desempeñaba satisfactoriamente como agente viajero. Le apetecía sentarse con Adriano González León, Salvador Garmendia, yo y otro amigo a conversar bendecidos por los tragos y cuando veíamos que la botella de whisky comenzaba a vaciarse aparecía Alfonso Montilla y retomaba el juego de las definiciones según el cual, inevitablemente, Montes de Oca era un «¡Satán que hiere las rosas!». El poeta, complacido y en éxtasis, pedía una nueva botella.
Era evidente que Montes de Oca quería evitar que la violenta discusión que sostenía con Rafaelito, el frágil y debilucho abogado y poeta, superara los límites verbales y fue aproximándose a la puerta de la calle. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el iracundo Brunicardi, extendiendo los brazos como si declamara uno de sus versos o estuviera diciendo adiós para siempre, exclamó levantando su espléndida cabeza napoleónica: «¡Poeta, no beberás más del champán de mi corazón!», cogió la calle y desapareció.
Ocho o nueve hombres no pudieron inmovilizar a Rafaelito Brunicardi ni lograr que dejara de gritar espesas vulgaridades de odio y rencor contra Montes de Oca. Le importaba en lo más mínimo beber o no el champán del agusanado corazón de «Rabo ardiendo», pero le disgustaba enormemente que le dijeran abogado y no poeta.
La bohemia instalada en el Vechio Mulino fue socavando la vida de los republicanos que equivocaron el camino de sus anhelos políticos, pero muchos de ellos distanciados del espanto en que se convirtió la Revolución Cubana ofrecieron sus vidas y se fueron muriendo, pero con una sonrisa de burla en los labios desafiando a la verdadera República que en las manos exclusivas de los comandos o macollas de adecos y copeyanos no advertía que la bandera venezolana se estaba acercando cada vez más a la cubana, que Bolívar y Martí de común acuerdo cortejaban a la misma mujer y que muy pronto chapotearíamos en los nauseabundos y cenagosos pantanos de un excluyente y vociferante chavismo. El Molino se fue quedando solo y todos nosotros nos quedamos en el lado de afuera, tanto de la verdadera como de la inventada y alcoholizada República, vigilados por Fidel Castro, un enemigo más peligroso que el Triángulo de las Bermudas.
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