Lo habitual en el cine es ver la película en tercera persona. Puede ser un reparto coral o un solo protagonista, pero el ojo mira desde la pasividad y quizás con cierta indiferencia. Se es espectador y nada más. Julio Cortázar solía ser crítico con los lectores pasivos, por eso disfrutaba tanto inventar juegos como los de Rayuela: en lugar de un lector que está solo recibiendo información, invita a participar de la trama y la reflexión. Es algo arriesgado porque el producto puede salir muy mal o aburrir.
Nickel Boys, de RaMell Ross, es una película que aunque estuvo nominada a los Oscar se escuchó muy poco en los medios si se le compara con Anora, The Brutalist o Emilia Pérez, pero ofrece una propuesta en la que el director busca acercar a las personas al horror del racismo en Estados Unidos. La cámara de Nickel Boys salta entre las miradas de Elwood y Turner para contarnos cómo son sus vidas en la escuela de reforma Nickel Academy, donde son víctimas de abusos por parte de los encargados. Una historia que puede sonar trillada y, sin embargo, gracias a su perspectiva se asiste a un cine que en este momento ya tiene claras referencias en los videojuegos.
Lo que logra Ross es que en momentos como la detención de Elwood sea posible percibir su miedo, sus miradas cabizbajas, su respiración, cómo se percibe la mirada de quien le acompaña —un sospechoso ladrón— y cómo es su llegada a la Nickel Academy, donde su perspectiva comienza a mezclarse con la de Turner. Luego están escenas como la visita frustrada de la abuela de Elwood al recinto. Como no da con él, se encuentra con su amigo y le ofrece un abrazo para su nieto que ocurre varias veces por lo apenado que se siente Turner: de nuevo, los movimientos cabizbajos de la cámara y la respiración.
De buenas a primeras se puede decir que está grabada en primera persona, porque se viven los golpes que sufren los protagonistas, las persecuciones y sus miedos. En ese sentido está relacionada con El hijo de Saúl de László Nemes, en la que la cámara la mayor parte del tiempo está detrás del protagonista para vivir de la manera más hiperrealista posible el horror del Holocausto y la guerra. Pero esta vez la cámara es siempre los ojos de uno de los dos personajes. Es decir, no es solo la primera persona, también es segunda persona del singular porque los interlocutores le hablan al otro desde nuestro punto de vista, tal como ocurre en la novela Aura de Carlos Fuentes o en el cuento “Carta a una señorita de París” de Cortázar. No diría que hay un intento por experimentar con el método de la corriente de conciencia, usado por escritores como James Joyce o William Faulkner, porque la introspección de los personajes no es tan extrema, más bien considero que hay una búsqueda documental y de denuncia del director cuando mezcla esta perspectiva con imágenes transitorias sobre la historia de la discriminación racial en Estados Unidos. En la película sí destacaría un pensamiento suelto en pantalla: un caimán que es esencial en la vida de Elwood porque, como creció en la periferia y seguramente vio muchos caimanes, posiblemente es una representación de su miedo.
El juego con la perspectiva es llevado a su punto culminante en dos momentos. Uno es en la persecución que sufren Elwood y Turner en un intento por escapar de Nickel Academy y otro es cuando uno de los dos vuelve a encontrarse con el mundo exterior y reconstruye su vida: la cámara primero refleja su desarrollo desde nuestro punto de vista y luego, por las fotos que se toman —muchos selfies—, podemos verlo desde la distancia con las personas que le han acompañado en el transcurso de su vuelta a la normalidad.
Los amigos son separados, pero sus narrativas seguirán unidas con los años, solo que uno se queda con la perspectiva de la cámara.
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