Hay palabras que se siembran en uno de la manera más inesperada. Son semillas que caen en el oído y desarrollan sus raíces de forma vertiginosa. Fue mi caso cuando escuché anfibología. Se la oí por primera vez al siempre recordado poeta Jorge Chirinos Mondolfi, mi maestro por antonomasia. Fue una noche en El Tigre, estado Anzoátegui, en medio de una conversación con un grupo de militantes de Ruptura y la Liga Socialista. ¡Vaya patuque! Y al calor de la discusión con semejante tropa, que nos exigían un nivel mayor de “compromiso” en las labores culturales que estábamos llevando adelante desde el Ateneo, Jorge les soltó dicho vocablo.
Es necesario aclarar que no solo era yo quien le escuchaba por primera vez, sino que todos los otros miembros del grupo le exigieron al poeta que explicara lo que acababa de decir. Digo en mi defensa que apenas tenía 17 años, lo cual no exime mi ignorancia de aquellos días. Él se volteó hacia mí y me dijo: “Poetica, ¿puede hacer el favor de alcanzarme el diccionario?” Al entregárselo, empezó a buscar y nos leyó: “anfibología. Del bajo latín amphibologia, y este formado por haplología del griego amphíbolos ‘ambiguo’ y el latín -logia ‘-logía’. 1. Sentido equívoco que presenta una palabra o una expresión en un determinado contexto.” Luego cruzó los brazos sobre el pecho y afirmó: “¡Esa vaina que están diciendo es anfibológica!”.
No les voy a dar la lata con los pormenores del desarrollo de la discusión, por varias cosas. La primera, porque no puedo recordar los detalles de ella; y la segunda, que es la causa de ello, ya que comencé a desvariar en mis pensamientos. ¡Qué raro!
Lo primero que me vino a la memoria fue Jesús Berroterán, con quien había estudiado cuarto grado de primaria en el colegio San Benito, que los curas benedictinos tenían en El Playón, entre Macuto y El Palmar, estado Vargas. Este chiquillo que era la tremendura hecha muchacho no había lo que no inventaba, desde fabricar pistolas de madera que lanzaban canicas, hasta torear a un perro pastor alemán que mantenían atado con una cadena a un árbol que había a la entrada del colegio. Él se le acercaba con un pedazo de alfombra, o hasta una franela suya, para alborotar al animal. Era increíble cómo hacía las veces de torero con aquella fiera. Sus desmanes eran de tal calibre que terminamos llamándolo Jesús Satanás, pese a que la maestra, la Seño Molina, nos regañaba cada vez que nos oía mentándolo de ese modo.
Otro caso que evoqué fue el de un compañero de clases en bachillerato de apellido Blanco, pero que, como decía Tite Curet Alonso, era más prieto que la noche cuando se perdió el cochino. Todos lo conocíamos como el Negro Blanco.
Y la palabra se me quedó para siempre. Ahora la recuerdo cuando veo a los alegres travestis entonando loas a los martirizados palestinos. Imposible decirlo mejor de lo que lo hizo el primer ministro de Israel, Netanyahu: “Algunos de estos manifestantes sostienen carteles que proclaman ‘Gays para Gaza’. También podrían sostener carteles que dijeran ‘Pollos para Kentucky Fried Chicken». Ni hablar cuando veo a damas de elevado nivel de compromiso con la causa femenina exigiendo solidaridad con palestinos, talibanes y demás zarandajos de similar pelaje. Ni hablar cuando veo gays y lesbianas mostrar con altivo orgullo la cara del Che en sus ropas. ¡El que ordenara la reclusión y fusilamiento de ellos en Cuba!
¿Cómo no pensar en ese vocablo cuando aparecen los hermanitos Rodríguez, o el roba cantina de El Furrial, y ni hablar de Nico y Cilia, anunciando que ellos representan el progreso del país? ¡Acabaron hasta con la industria petrolera! Ni hablar de la hemorragia de talento que han provocado para dejar a Venezuela en la indigencia.
Lo peor de todo esto es que sobran quienes los ensalzan o votan por ellos. Se entiende que vividores como Ignacio Ramonet, Juan Carlos Monedero, Pablo Iglesias y su tocayo Echenique demuestren a cabalidad aquello de que por la plata baila el perro; pero ¿cómo puede haber un cristiano que siga dando su voto a semejante engendro?
Es la ambigüedad que ha caracterizado a la casta política criolla toda su vida, condición que se ha acrisolado en los últimos tiempos. Mañana sabremos a ciencia cierta de qué madera está hecha el país. Estoy convencido de que es de un palo de vera, tal vez de guayacán, de esos que soportan los hachazos más arteros, pero que también saben dar unos buenos tatequietos cuando son necesarios.
© Alfredo Cedeño
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