Un sencillo diccionario escolar nos define que el tirano es quien abusa del poder en sus manos y el dictador se impone, por encima de las leyes, lo que es igual a un déspota, que habita en cualquier sociedad, siendo inaceptable en los sistemas democráticos. Resulta que el candidato presidencial para unas elecciones primarias de la nomenclatura «G4» de la familia Ramos D’Agostino, al ser consultada su opinión acerca de que si Nicolás Maduro es un tirano o dictador, olímpicamente respondió que sería una irresponsabilidad de su parte calificarlo como tal. Semejante declaración no puede pasar inadvertida, no por este típico «diente roto» de la politiquería del siglo XXI venezolano, sino por los intereses familiares que representa, que se evidencian, coincidiendo con otras organizaciones políticas, en no debatir cuestiones muy puntuales que interpreten la realidad del país, para salir de un régimen autocrático que se aferra al poder, por darle protección a unos miles de beneficiarios de ilícitos de todo tipo, con el agravante de violaciones de derechos humanos, en conocimiento de la Corte Penal Internacional.
De allí, la ausencia de discurso en algunos políticos, que no salen de la cantaleta ¡Unidad, unidad, unidad! que nos remite a la filosófica expresión shakesperiana «Algo huele feo en Dinamarca». Tres hechos recientes nos ponen capciosos: la trama Pdvsa, la evasión a discutirse el deterioro salarial del venezolano y la Ley de Extinción de Dominio que el ciudadano común ignora, tampoco le interesa, porque la misma está dirigida a los políticos que le estorben al régimen, así de sencillo, entendiendo ahora por qué tanto silencio en «Dinamarca», por lo que calladitos se ven mejor.
En ese sentido, la respuesta a la periodista Carla Angola del candidato en cuestión, consecuente con su pasado chavista, precisamente por razones familiares, que dejan corto al nepotismo de los hermanos Monagas en el siglo XIX, fantasma en el XXI, con lo cual ni es chicha ni limonada-.
Por supuesto, la declaración del mandadero, respaldado por una dolarizada clientela, delata a una generación delincuencial que entiende que el poder se alcanza corrompiéndose y corrompiendo, de lo que tiene experiencia su promotor desde cuando era jefe de los diputados de la «Comisión de Contraloría» y desincorporaba a quien estuviese dispuesto a apoyar investigaciones que involucraran adecos -y lo digo con propiedad-; por cierto, en una ocasión le propusimos modificar la Ley de Salvaguarda del Patrimonio Público para agregar un solo artículo, que permitiera, a fines de protocolizar la adquisición o venta de bienes muebles e inmuebles de funcionarios, exigir la declaración jurada de bienes y de impuestos sobre la renta. Su respuesta fue que caería la mitad del país preso.
Aquella respuesta fue construyendo una política de utilización de la corrupción, para corromper y corromperse, a los fines de acceder al poder, donde el chantaje e intimidación tendrían un papel importante. Célebre fueron las expresiones de Oswaldo Álvarez Paz: «Donde hay un copeyano corrupto, hay un adeco cómplice o viceversa»… y más patética no pudo ser la amenaza del sindicalista Antonio Ríos: «Si me acusan, hablo». Todo, en el marco de la «sociedad de cómplices» que denunciara en 1840 Tomás Lander, de lo que no se equivocó y por eso estamos como estamos y al buen decir de don Oscar Yanes: «Así son las cosas», por lo que seguimos igualitos y de mal en peor.
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