San Pablo dice: “Alegraos con los que están alegres, llorad con los que lloran” (Carta a los romanos 12, 15), pero en la Venezuela chavista (1999-2019) solo se puede lo primero, porque si te quejas la gente huye por considerarte “tóxico” o simplemente alegan: “Ya estamos muy mal para también tener que calarnos a los que se quejan”.
Puedo comprender esta actitud con los que no paran de referirse a lo mal que estamos viviendo las mayorías en Venezuela, es decir, con aquellos que no se dan ni un descanso y no terminan de aprender a refugiarse un rato en sus respectivas “burbujas”. E incluso con los realmente “tóxicas” que son esas personas que se quejan de todo, absolutamente de todo, y que ven el apocalipsis en el solo hecho de vivir. Apartando estos casos patológicos, denuncio el hecho que muchos están exagerando con aquello de no valorar la gravedad de los tiempos presentes porque eso puede dar pie para el pesimismo, la desesperación o lo que ya afirmamos: el terror al supuesto “tóxico”.
Temo que un falso “optimismo-alegría tapa tragedias” nos haga ciegos a la realidad, y muy especialmente a las necesidades del otro, en especial las de ser escuchados ante el dolor. ¿Se imaginan si esta actitud la habrían asumido todos los que huían de cualquier guerra que se ha dado a lo largo de la historia y en especial de los exterminios? ¡No imagino un judío sobreviviente del Holocausto (Shoá) negándose a dar testimonio de ese horror por temor a ser considerado repetitivo y quejica!
En Venezuela tenemos el mismo deber del testimonio, porque las víctimas ya son millones y nos incluyen a nosotros mismos. Pero ¿hay que dar testimonio a nuestros hermanos en el dolor? Es algo que debemos pensar muy bien, pero creo que sí, porque no todos conocen los detalles y las causas de lo que vivimos y debemos desde el presente ir cultivando la memoria para que no se repita de nuevo. Si se necesita la queja, pero teme no ser comprendido, ¡deje cualquier registro de ella! ¡Lleven un diario aunque sea en audio!
Al quejarnos con el que sufre como nosotros quizás lo agobiemos, por ello hay que medir la frecuencia y el grado de la queja. Y al mismo tiempo, nosotros como receptores tenemos el deber cristiano de consolar al triste como dice san Pablo, y si no podemos consolarlo, por lo menos escucharlo un rato. Pero también tenemos el deber de la denuncia permanente del mal para no terminar acostumbrándonos y pensar que no es tan malo como pensábamos.
La queja en la situación que vivimos en Venezuela es como el dolor en el organismo. Nos está advirtiendo de que las cosas no van por buen camino y puede haber un cáncer en la sociedad que es necesario curar antes que se haga incurable.
Otra forma de rechazo ante la queja que considero peligrosa es pensar que todo el mundo debe seguir con su vida como siempre, porque “este es el entorno que nos ha tocado y cada quien tiene el suyo y debe afrontarlo”. Eso es cierto en el sentido de afrontarlo, pero hay entornos que hacen de la vida un infierno, y es imposible tener los mismos resultados que las personas que viven en entornos normales, es decir, humanos.
La verdad es que los ambientes no son iguales y los extremos como las guerras y crisis económicas graves, sumados al intento de construcción desde el Estado de un proyecto totalitario, llevan a que nuestros esfuerzos de vida se dediquen a la supervivencia.
En estos casos terribles como el venezolano, nuestro esfuerzo debe estar dirigido a cómo hacer para sobrevivir de la forma más digna y humana, al mismo tiempo que colaboramos en el combate del mal que significa el modelo que nos ha llevado a esta tragedia. La comprensión de las consecuencias de este entorno la considero fundamental en los tiempos que padecemos, y jamás minimizar este horror.