La mayor parte de las veces, se habla de corrupción para hacer referencia al robo de los recursos públicos mediante el dolo o, lo que es igual, mediante la deliberada voluntad de cometer un delito a la sombra del fraude, la simulación o, incluso, del abierto caradurismo. De ahí que se entienda por corrupto un ladrón de «cuello blanco» aunque también podría ser verde o rojo e incluso, últimamente, azul, naranja o amarillo, dependiendo de las instancias y responsabilidades en las que se desenvuelvan ciertos y determinados funcionarios. Johann Wolfgang Goethe, autor de la gran Teoría de los colores, se quedaría sorprendido al contemplar las tonalidades de estos Prismas. La formación social contemporánea, hegemónicamente secuestrada como está por las suposiciones y los sobrentendidos instrumentales que surgen inevitablemente de la lógica del entendimiento abstracto, da por sentado el que esa sea la causa primera –el punctum dolens– de los males de una determinada sociedad. La verdad es que bajo esa aparente definición existen fundamentos, tal vez, mucho más hondos de lo que se pudiera llegar a pensar. De hecho, lo que se da por causa es más bien un efecto, una consecuencia de las perversiones del Ethos social. Perversiones que han calado en el alma de los individuos y en el espíritu de toda la multitud, tanto en el ser como en la conciencia de todo un “bloque histórico” en plena “crisis orgánica”.
Si las utopías pueden llegar a concreción también lo pueden las distopías. Suponga el lector que existe un país fantástico, tomado de la más fértil imaginación, muy similar al país de Nunca jamás, pero con un Peter Pan chaparro y regordete -aunque, eso sí, con los “ojitos lindos”- y un Garfio voluminoso a reventar, con el pecho y la panza como un refrigerador de dos puertas. Aparte de la región ocupada por los niños perdidos de manitas blancas y la de los temibles pieles roja, hay una extensa región de corsarios que posee, incluso, una academia de formación pirata, diseñada a contrapelo de la descripción recientemente presentada en la Universidad de Cornell por los investigadores Dunning y Kruger, a propósito de la relación existente entre estulticia y niveles de percepción. En ella, los futuros oficiales de la piratería tienen una lista de promedios, digamos, del uno al cien. Los jóvenes piratas se esfuerzan y dan lo mejor de sí durante un largo y hacendoso período de difíciles pruebas. Cuatro años de privaciones, riesgos y sacrificios por “la patria pirata”. Al final, los que obtuvieron mayores logros quedan relegados a los últimos lugares de la lista de promedios, mientras que los más piratas de los jóvenes piratas -producto de palancas, influencias, negociaciones, conveniencias y recomendaciones de los múltiples Smith que pululan en Nunca jamás– son, de la noche a la mañana, ascendidos a los primeros lugares de la piratería, con el agravante de que estos jóvenes piratas saben muy bien -a pesar de su elemental e instintiva tosquedad, de su patanería, o quizá como resultado de ella- que no tenían los méritos suficientes para llegar a ocupar dichas posiciones. Y es ahí donde comienzan a fraguarse las muy sólidas columnas, los fundamentos, de la futura corrupción que irá en aumento durante toda su muy pirata y mediocre humanidad. Se trata de un modelo tan “exitoso” que se ha hecho modo de ser y ley en el escenario educativo de Nunca Jamás, por lo que ahora van por las universidades.
Además, allá, en Neverland, Wendy-pájaro ha montado un “centro de educación” –léase, una “correccional”– para instruir a los niños perdidos. En los exámenes finales, la mayoría de ellos salen aplazados. Pero –¡oh, sorpresa!– no reprueban el año escolar, porque van una y otra vez, “indiferentemente”, a reparación, hasta que Wendy, harta de ver los mismos rostros repara que te repara, y sin ningún tipo de progreso en los estudios, opta por promoverlos al año superior. En el fondo, lo importante no es si aquellos niños estudian o no, porque con independencia de ello, terminarán “salvando” su año escolar. Ni hay mérito ni hace falta. El mérito ha sido declarado “antirrevolucionario” y “violatorio de los derechos humanos”. Más bien, un sistema educativo tan “perfecto” como el descrito tiene que concebir el mérito como un “prejuicio pequeño-burgués”. Lo que conviene, lo que importa, no es la calidad sino la cantidad, o mejor aún, “la transformación dialéctica de la calidad en cantidad”. El sacrificio, el trasnocho, la constancia, en fin, el tránsito por “la calle del medio”, son bufonadas, payasadas inventadas por un sistema que pone límites a la igualdad entre los niños perdidos y les niega oportunidades, a ellos, los potenciales pieles roja. Valdría la pena volver a escribir una nueva Guía de los perplejos para poder justificar la estupefacción ante semejantes representaciones. Pero es así como “funcionan” las cosas en Nunca-jamás, por lo menos desde que el gran Cocodrilo –y sus pupilos, Garfio y Peter Pan– se hicieran del control del territorio, bajo la más descarada estafa. Decía Freud que los niños son, en el fondo, “polimorfos y perversos”. Y fue así como el engaño, hecho modo de vida, devino piratería concreta y fundamento de corrupción, pues lo uno y lo otro se identifican.
La corrupción no comienza con el cargo del funcionario: comienza cuando se introduce en el niño o en el adolescente la posibilidad de evadir, de tomar atajos, de cultivar irresponsabilidades y mentiras, de transitar por los “caminos verdes”, sin el menor esfuerzo. Es ahí donde se construye la pobreza de Espíritu de un pueblo. A los efectos de la real –no de la vulgarizada– dialéctica de la cantidad y la calidad, da lo mismo hacerse de un cerillo que de un millón de dólares, porque lo importante radica en ser educado lo suficientemente como para comprender que es una inadequatio, una afrenta al Ethos –y, por ende, a sí mismo– el hurto tanto de lo uno como de lo otro, de lo máximo o de lo mínimo. El saqueo de un país no comienza con el cargo de diputado, ministro, gobernador o alcalde. Más bien, se inicia en las “Tres Gracias”, en las tempranas épocas de la militancia “revolucionaria”, con la capucha sobre el rostro, tomando “por asalto” un camión-cava, secuestrando y obligando a su conductor a detenerse en “Tierra de Nadie” para, luego, violentar sus compuertas y saquear su mercancía, antes de incinerarlo. Ahí tiene sus primeros fundamentos el saqueo de todo un país, la innoble y tristísima corrupción en potencia. Y he ahí el más auténtico origen de la “bolsa” de alimentos, del “bachaqueo”, del “carnet de la patria” o de los “bodegones”, con los que se pretende tapar el sol con un dedo. Pero también de los “monómeros” y otras “moléculas en cadena”.
A mayor corrupción de espíritu, mayor hambruna, mayores enfermedades, insuficiencias y carencias, inflación, estallido de las necesidades básicas, ignorancia y pérdida de la humana dignidad, especialmente de quienes, sobre la base de sus logros, de sus méritos, pueden llevar el pan a su mesa y servir de ejemplo a sus hijos. Decía Marx, siguiendo a Hegel, que la fuerza de trabajo es valor y que el valor se traduce en riqueza. Ser iguales significa que todos sean mejores: “a cada quien según sus capacidades”. Pero, ¿qué puede esperarse de los Cocodrilos, los Garfios, los Peter Pan o los Smith, en una tierra en la que los términos “nunca” y “jamás” acompañan cada intento, cada acto o gesto del saber y del hacer? ¿Qué puede esperarse de un territorio secuestrado por gánsteres, conducido por parásitos de fe y profesión, que desprecian todo saber y toda eticidad, que han hecho del saqueo y el parasitismo su norma de vida? Pensándolo bien, no se ve la hora de que llegue el ¡Tic-Tac!
@jrherreraucv