La FSB, Servicio Federal de Seguridad de la Federación Rusa, depende directamente del presidente Vladimir Putin. Con un aproximado de 300.000 agentes encargados de labores de inteligencia, contrainteligencia y espionaje, no solo heredó la imponente sede de la KGB en la plaza Lubianka de Moscú, sino también muchas de las prácticas non sanctas junto con calabozos, salas de tortura y centros de ejecución. Sin embargo, salvo algunos asesinatos de periodistas y ex espías no han sido los “muchachos” de la FSB los que mantienen vivo el misterio que siempre envolvió al histórico cuerpo represivo soviético. Los nuevos tiempos han traído nuevos procedimientos y hombres: el grupo Wagner, una contratista militar privada de mercenarios, se encarga de las tareas sucias y le lava la cara al establecimiento militar ruso. Están donde las tropas legales no pueden estar.
Dmitri Utkin, un oficial retirado de la inteligencia militar rusa, es su jefe y dueño fundador en asociación secreta con Evgueni Prigozhin, un empresario de San Petersburgo proveedor de comidas preparadas, a quien se le conoce como el chef de Vladimir Putin y se le vincula a la fábrica de trolls que se involucraron en las elecciones presidenciales de Estados Unidos en 2016. Utkin simpatiza con las ideas del Tercer Reich y está vinculado con el movimiento neonazi y el renacer de la religión eslava. Por ser un fanático de Wagner adoptó ese nombre como su contraseña personal y luego se lo adosó a su negocio de servicios bélicos.
Participar por una paga en una guerra de otro país es un delito que se castiga en Rusia con 15 años de prisión, pero los mercenarios del grupo Wagner han actuado en primera línea de batalla en Siria y en Sudán sin consecuencias legales ni jurídicas. Actúa y se lucra a la sombra del poder. En la República Centroafricana, donde el Ejército ruso colabora con autorización de la ONU en la protección del presidente Faustin-Archange Touadéra, los hombres de Utkin actúan como instructores militares. Se ha publicado que la empresa de Utkin y Prigozhin cobra 250.000 dólares diarios por garantizar la seguridad de Nicolás Maduro y algunos de sus allegados en Venezuela.
La información sobre el viaje de Maduro, Jorge Rodríguez y Tareck el Aissami a Moscú la semana pasada ha sido escueta y ramplona. Abundaron las especulaciones, los análisis y los fakes news. El oficialismo echó mano al palabrerío acostumbrado para anunciar “un nuevo mapa de cooperación estratégica con Rusia” y la promesa del Kremlin de enviar 1,5 millones de vacunas contra la gripe a Caracas, con la posibilidad de subir la cantidad a 5 millones. El presunto aumento de 10% en el intercambio comercial que hizo sonreír con desdén a Putin no tiene mayor impacto en la economía de los dos países. Se debe al traspaso de petróleo a traspuertas para eludir las sanciones de Estados Unidos. No se firmó ningún préstamo ni hubo compra adicional de armas, mucho menos hablaron del envío de tropas o de mejorar la puntería de los anticuados sistemas antiaéreos S-300.
Putin sigue jugando ajedrez con Venezuela y se mantiene distante de los probables contratos privados que pudiese haber entre Wagner y Miraflores. Sus prioridades están en otro sitio, aunque le encanta hacer gambetas en el patio trasero estadounidense. No hay nueva guerra fría, mucho menos caliente. Permanece la mutua amenaza nuclear, que mantiene limitados y atentos a los burócratas de Moscú y confiados a los de Washington; si se resbalan, el planeta entero morirá con el intercambio nuclear, una puerta que no traspasaron con Fidel Castro, entonces una leyenda, mucho menos lo harán ahora con una dirigencia de corto aliento en la política y grandes bolsillos en los “negocios”.
Después del derrumbe del Muro de Berlín, Rusia ha intentado dejar atrás el subdesarrollo y se ha propuesto con Putin recuperar el prestigio de gran poder que tuvo la Unión Soviética y convertirse en un real competidor en los mercados mundiales –seguir un poco el camino de China–, pero salvo materias primas, tecnologías obsoletas, chatarra militar y los escándalos que generan los hacker rusos con sus incursiones es poco lo que puede ofrecer. Sigue siendo un país extractivista, exportador de materias primas.
Después de Chernóbil y de unos cuantos accidentes menores en otras plantas nucleares, también perdió credibilidad en la ralentizada carrera armamentista. Los adversarios temen más a la irracionalidad de la dirigencia en funciones de gobierno y a la impericia de los operadores de las lanzaderas nucleares que a la puntería y el presunto poder destructor de sus misiles intercontinentales hipersónicos. Uno y otro saben que la respuesta los volvería polvillo cósmico.
Distinto de Cuba, Venezuela sí ha sido un buen negocio para Rusia. Le vendió 12 millardos de dólares en obsoleto equipo militar y apenas necesitó invertir 4 millardos para hacerse de la mejor tajada del negocio petrolero venezolano y garantizarse para su provecho la explotación de oro, diamantes, coltán y cualquier otro mineral valioso que se le atraviese o se le antoje. A la satrapía cubana, por adosarse a la hoz y al martillo a 90 millas de la Florida, Moscú le enviaba por más de 3 décadas un subsidio por 4 millardos de dólares anuales y solo recibió a cambio los dolores de cabeza que le causaba Fidel Castro con sus movimientos guerrilleros en Latinoamérica, sus incursiones en África y sus experimentos agropecuarios que costaron verdaderas fortunas.
A Moscú, aunque reconozca la legitimidad y pertinencia de la Asamblea Nacional, le interesa que Venezuela se mantenga como está: fácil de extraerle –y a muy bajo costo– hasta el último rastro de sus recursos naturales al tiempo que crea trastornos de estabilidad en el patio trasero de su adversario histórico, al que le suple con largueza y prontitud el petróleo que Pdvsa ya no puede producir. Juego a tres bandas. Vendo cursillo de ruso con dejo checheno.