Una vida pública se articula gracias a la correlación entre sus distintas partes. La política tiene su espacio; lo tienen también los medios de comunicación, las empresas o las organizaciones sociales y de representación de intereses. Todas ellas actúan, en ocasiones, en el espacio que sus atribuciones demarcan; en otras, extralimitándose, pero en ambos casos, de manera incesante. El tráfago que nace de esa relación es lo que comúnmente se llama «vida pública». Ésta será sana o insana si las partes se relacionan de manera correcta y la forma esencial con que lo hacen es la palabra, sea escrita, sea hablada.
Una palabra que, recaída aquí, adquiere una dimensión mayor como «palabra pública». A diferencia de la dialéctica, en la que toda tesis tiene su antítesis y de su confrontación se espera obtener una síntesis, en la «palabra pública» no hay partes ni proposiciones, hay expresión y por la expresión, la posibilidad de levantar algo más hondo y profundo que una «vida pública»: una cultura cívica de discrepancia benéfica y convivencia civilizada.
Almond y Verba la definieron desde lo normativo, como la forma correcta que tiene un ciudadano de actuar en democracia. Sin embargo, sin dar por superada esta definición –más bien al contrario–, la sublimación del subjetivismo –trino colateral del narcisismo rampante y del voluntarismo sin freno– impone ampliarla por el camino de la expresión, no para abolirla en frialdades, sino para encauzarla civilizadamente en democracia.
La teoría cultural marxista habla del poder performativo del lenguaje. Y ciertamente, lo tiene, pero no por sí mismo. En toda performatividad, que suele ser deformación de la realidad, el idioma precisa de otras técnicas y herramientas auxiliares. Los regímenes totalitarios lo supieron y crearon auténticas industrias de la propaganda para sustentar las palabras con las que herían conciencias y destrozaban sus países.
No sucede así en las democracias. Todo el sistema democrático, desde sus pilares hasta sus artesonados, se asienta en la palabra. Casi se funda en ella; en que será posible un pluralismo político y social eficaz y benéfico, porque todos los implicados comparten un idioma común que hace posible el acuerdo y la disputa. Por eso en la democracia la palabra desvela su verdadero valor público, que no es performativo sino de augurio. En democracia, el lenguaje vaticina siempre lo que luego la voluntad ejecuta. Por eso precisa del lenguaje si bien no como fundamento, sí como herramienta imprescindible para su desenvoltura. Asumirlo –quizá, visto el estado de la situación, sea mucho asumir– exige tomarle el brazo a la realidad y actuar.
Primeramente, y quizá con más urgencia, habrá que recuperar el idioma; sacarlo del albañal «tiktoker» y volver a afirmar con convencimiento que sí, que las palabras importan y que quebrarlas es romper una comunidad de significados, de lo común admisible –las famosas líneas rojas–; es decir, lo cívico compartido. Cierto que el lenguaje ofrece sus resistencias. Ni los propagandistas más temerarios ni los ingenieros sociales más avezados han logrado, en democracia, hundir la palabra en la miseria de sus abyecciones. Ahí está, como ejemplo, el retorcimiento ruin de la palabra terrorismo para que cupiera en ella los intereses particulares de un Gobierno que ni con todos los resortes a su disposición ha logrado evitar un cierto levantamiento social ante lo que, evidentemente, era un inmisericorde y lingüístico ataque a la realidad.
Cuando el orden mínimo de toda cultura que es el idioma vuela por los aires, subir a una tribuna, escribir, pensar incluso, es hacerlo avasallado por extranjerismos escritos en tu mismo alfabeto y se hace imposible el acuerdo y se destierra el desacuerdo y la confrontación racional y queda sustituido por la tiranía del consenso único y fariseo. En estas –porque en estas estamos–, la polarización, que se dice política, social, ideológica, económica y casi nunca, lingüística, cuando su origen primero y esencial es precisamente el del lenguaje: cuando las palabras no implican lo mismo para una misma comunidad, sólo es posible la ruptura que exige reparación.
Sin embargo –otra complicación–, el idioma y la confianza en él nos trae consigo una paradoja: nos antecede, porque nos nutre y nos permite ser y estar en el mundo comprendiéndolo; al tiempo que se nos entrega total y desnudamente. Es una tradición que se nos lega y por el que podemos entendernos –nosotros y entre nosotros–; y como todo legado, queda a nuestra merced para que hagamos con él lo que buena o malamente queramos.
Es en este punto en el que la dificultad mayor emerge. ¿Qué puede hacerse? Y siendo la nuestra una cultura todavía occidental, parece natural que nos salga al paso la poesía y la intimidad con el idioma en la que vive.
Frente a la ruptura que nace del desprecio del idioma, la poesía nos acerca la posibilidad de una poética que, si no se deslinda por los academicismos, no es más que el poema abarcando; un mundo organizado por un particular lenguaje sublimado que, por sublimado, acoge a quienes se asoman a él. La expresión poética se transustancia en comunicación y la comunicación, en comunión personalísima entre el poema y el lector. El yo que yace y subyace en todo poema, con el cúmulo de uniones con lectores que en su vida encuentra, se eleva hasta un nosotros en el que florece la comunidad y los lazos que la unen. El poema no exige la coima de la asepsia ni le planta fronteras a la biografía de quien lo lee; más bien, al contrario, la exige para desvelarse.
Algo así merece lo cívico: una poética pública que aborrezca la desconfianza posmoderna hacia las palabras y creer ciegamente que, aunque la palabra no basta, la palabra importa, al modo de la ‘poiésis’ valeriniana. En 1937, el poeta francés dictó la lección inaugural del curso de Poética en el Collège de France. En ella, el autor de ‘El cementerio marino’ ofreció un nuevo término, la ‘poiética, que, a diferencia de la poética, no aborda la obra hecha, sino la acción que la hace. En su pensamiento, Valery no pone el centro en el poema, ni mucho menos en el libro de poemas (declarado enemigo del simbolismo), sino en el lenguaje. La »poiésis’ de Valery, el ‘hacer’ sobre el que anduvo dando vueltas, es la palabra subjetivizada y activa; la palabra, en definitiva, creadora y por creadora, poética. Y es esa palabra la que es capaz de acoger una poética cívica, porque en ella caben por igual lo particular y lo común; lo frío racional y lo ardoroso imaginativo; en definitiva, todas las fuerzas interiores que mueven y conmueven a sociedades ambiciosas y sanamente constituidas.
Artículo publicado en el diario ABC de España