Jesús no nació en el lugar de habitación de su familia que era Nazaret, un modesto centro poblado al norte de Jerusalén, sino en Belén que queda unos 115 kilómetros al sur. José y María tenían que hacer ese viaje para cumplir con la obligación de censarse en el registro de población ordenado por el emperador romano, para luego regresar a su aldea.
Ese recorrido de unos 6 días, por un difícil camino en un medio desértico y frío, a pie y con la muchacha a punto de dar a luz, ayudados sólo con burro, lo hicieron porque como eran descendientes del rey David les tocaba ir a ese poblado. Para peores penas estaba lleno de gente que había llegado a cumplir la orden del gobierno imperial, por eso no encontraron alojamiento y tuvieron que quedarse en un establo o pesebre, que es un lugar adosado a una vivienda destinado a darle de comer a los animales, normalmente pasto para el ganado.
Ese fue un hecho absolutamente local, reducido a un territorio reducido, a un sitio muy humilde y a una familia enteramente pobre. Luego de dos mil años, ese nacimiento se celebra en casi todos los lugares del mundo. Las imágenes que pintan castillos, murallas, palacios y gente vestida con lujosos ropajes, no quita que la realidad haya sido que este chico nació en un pueblo de muy pocos ranchos de piedra y barro, techados de paja. Un pueblito o aldea muy parecida a Nazaret.
Que ese hecho tan humilde y local convoque hoy a los mejores sentimientos de la humanidad, que inspire los poemas más hermosos, las más sublimes piezas musicales, las más tiernas imágenes, las más sabrosas comidas, los encuentros, los brindis, los regalos, las luces y demás expresiones navideñas, tiene que ver con el mensaje que nos trajo, y la forma absolutamente coherente en que lo transmitió: “Amaos los unos a los otros”.
Este nacimiento que celebramos año a año, a escala global, nos trae ese poderoso mensaje nacido en una modesta localidad. Cómo sería el mundo si simplemente celebráramos su nacimiento acatando ese mensaje, y no con el enorme derroche de un modelo económico que ama más a la codicia que al prójimo.