Siempre escribo sobre la Navidad cuando me toca entregar un artículo alrededor de los días cercanos a ese día. Como la próxima entrega me va a tocar después del 24 de este mes, pensé en detenerme en considerar lo que es la Navidad en la entrega de este domingo.
En estos días recordamos el nacimiento de Jesús en Belén. Recordamos que Dios se hizo hombre como nosotros para experimentar en su cuerpo y en su alma todo lo que nosotros experimentamos, salvo el pecado. Esa noche del 24 de diciembre fue una noche especial. La estrella brilló, los magos la vieron y se orientaron hasta dar con el niño, y los pastores rodearon su cuna para adorar al redentor.
Esa noche lo ordinario fue extraordinario, pues que una mujer dé a luz a un niño es algo que sucede todos los días, pero que lo haga en un lugar lleno de animales, porque nadie tenía lugar disponible en sus posadas, ya no es tan común. Lo que no es ordinario en absoluto es quiénes son esa mujer y ese niño. Jesús fue un bebé perseguido por Herodes, pues la profecía del Mesías Salvador había llegado hasta sus oídos y la soberbia de quien quiere todo el poder en sus manos le llevó a matar a una cantidad inmensa de inocentes. El hecho de que nacería un redentor, de que brillaría una estrella que señalaría dónde estaba ese niño, movió a los reyes magos a buscar a ese Mesías que anunciaba la profecía de los hebreos. Representando a los hombres que buscan la verdad con todas sus fuerzas, esos reyes venidos de Oriente tenían un sincero deseo de comprender el significado del acontecimiento que vivían. Los pastores, por su parte, no tenían el nivel cultural de los magos, pero la actitud del corazón que busca adorar a Dios, la tenían los dos grupos de hombres.
Quiero detenerme en lo que significa que Dios haya entrado en nuestra historia, en nuestro tiempo, tanto como en lo que significa la estrella y su misión de iluminar los caminos de los hombres. En relación a lo primero, importa considerar que Dios haya querido hacerse hombre, igual que nosotros. No entró en nuestra historia apareciéndose de pronto, sino que se hizo niño. Nació de una madre, como nosotros. La razón es que quiere elevar la maternidad a un nivel alto y mostrarnos también cómo ser hombres, cómo vivir las etapas de la vida y la cotidianidad, en general, santamente. Para vivir unidos a Dios no hay que hacer algo excepcional: basta con vivir, unidos a El, lo más nimio que hacemos.
El tiempo quedó tocado por la eternidad, por un Dios que se hizo hombre para que nosotros fuésemos Dios, como dice bellamente san Agustín, pues al nacer nos abre la posibilidad de participar de su divinidad. Esto, si queremos, pues si alguien respeta nuestra libertad es Dios.
Así, unidos a Él, todo lo que hacemos se diviniza. El tiempo puede quedar elevado a otro nivel si vivimos conscientes de que esta vida pasa rápido, es un soplo, y luego viene la eternidad, de la que participaremos según hayamos querido participar de ella en esta vida.
La estrella, por otra parte, brilla y guía, orienta. Muestra dónde está ese Mesías y con su brillo indica la grandeza de su misión. Fue signo que mostraba a Dios, que conducía hacia El. Y de noche, en medio de la oscuridad, qué necesario se hace seguir el norte de una estrella así. Como dice el salmo 23: “El señor es mi pastor, nada me faltará. En lugares de verdes pastos me hace descansar; junto a aguas de reposo me conduce. El restaurará mi alma; me guía por senderos de justicia por amor de su nombre/Aunque pase por el valle de sombra de muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento…”.
Ese Dios que se ha hecho bebé para que confiemos y nos acerquemos a Él con la seguridad de que nos escuchará, es el mismo que ya grande prometió a sus apóstoles que estaría con nosotros todos los días: siempre.
Navidad es tiempo de paz, de confianza en ese Dios que no nos olvida ni nos rechaza, sino que, por el contrario, nos busca y ama, nos perdona y acoge.