Una frase rabiosa de Vicente Campos Elías dice: «La raza maldita de los españoles debe desaparecer, y después de acabar con todos me suicidaré para que no queden vestigios de ellos en esta Patria Nuestra». He recordado a este patético prócer de la fratricida guerra de la Independencia americana, nacido en La Rioja, porque anticipó, creo yo, el drama de nuestra identidad. Lo mortificaba saber que peleaba contra sí mismo, español contra español y la imposibilidad de mutar a una nueva variante, “otra raza”, pero no creo que la iracunda frase sea un oxímoron, es más bien el origen de nuestros males: una “identidad” que nace del suicidio.
Carlos Altamirano, en su genial libro La invención de nuestra América, sospecha, más bien, que haya sido Bolívar quien empantanó este asunto al considerar que los sobrevivientes de la Guerra de Independencia no eran ni indios ni europeos «sino una especie media entre legítimos propietarios del país y usurpadores españoles». Bolívar, como Campos Elías, sí sabía lo que éramos, pero debía hablar como político y justificarse ante el rebaño. Entonces resulta cierta la incómoda apreciación de Edmundo O’ Gorman: «Quien pregunta por su identidad sabe lo que es, pero por algún motivo no le satisface». Es decir, no se trata de angustias ontológicas sino de negar lo que vemos en el espejo.
Nuestra vida republicana comenzó con el suicidio propuesto por Campo Elías, pero esos españoles usurpadores, mentados por Bolívar, generaron nuestra cultura, nuestro idioma, son «las estirpes que conforman el sustrato social y moral de la Patria» y que hicieron posible el mestizaje que sirvió «de asiento a la nación», escribió Briceño-Iragorry. A más de doscientos años, no resulta fácil aceptar el extravío. Mucho menos explicarlo.
Altamirano relata una anécdota maravillosa que muestra lo escurridizo del tema: en los días de la VII Conversación del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, Alfonso Reyes, Francisco Romero y Pedro Henríquez Ureña fueron apremiados por sus pares europeos para que explicaran «la particularidad de la América Hispánica, su carácter propio», pero el trío representante de la «inteligencia americana» no supo qué decir y si algo balbucearon, acabó por confundirlos más. Ante este trauma intelectual, el trío de amigos se reunió, después, a pensar sin prisas un asunto que les resultaba infinito.
Hablo del tema con un amigo en un bar de la porteña calle Borges. Pregunta si miré Encanto. No me gustó, digo. ¿Captaste el mundo del Gabo? Y el de Rulfo, añado. Pienso: a finales de los 50, si contamos a Di Benedetto, los señores del boom construyeron la identidad latinoamericana de hoy. Antes de ellos, el mundo nos imaginaba como españoles abandonados a su suerte. Parece que le debemos algo de lo que no pudo el triunvirato de la «inteligencia americana» en su momento.
Dos siglos después de Campos Elías, Andrés Manuel López Obrador retoma la «furia indiana» exigiendo, en varias ocasiones, que España pida perdón por sus días imperiales. Y Aznar, por cuenta propia le señala, ironizando con algo tan elemental como su propio nombre: «¿Andrés por parte de los aztecas?, ¿Manuel por parte de los mayas?… Es que si no hubieran pasado algunas cosas, perdone, usted no estaría allí». Reivindicar orígenes ancestrales es galantería sociológica, y no está mal, pero “alterar” el peso de la historia podría borrarnos de la fotografía como a un atribulado Marty McFly.