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Nace la República, 1830

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José Antonio Páez, primer presidente de la república de 1830

En su obra seminal, El hombre y la historia, que estima de ensayo sobre la sociología venezolana el autor, José Gil Fortoul (1861-1943) y que publica en París en 1896, intenta explicar –tal como deberíamos hacerlo nosotros en el presente– el estado de la república.

Apela, desde el principio, al contrapunteo con otro venezolano de excepción e ilustrado de la época, J. Muñoz Tébar (1847-1909), quien en 1891 publica en Nueva York su texto Personalismo y legalismo, a fin de predicar cómo las leyes y las religiones influyen en aquellas; a lo que de entrada argumenta Gil que, si ello fuese así, el comportamiento de no pocos conquistadores nuestros hubiese sido más civilizado.

Agrega, seguidamente, lo que acaso nos es genético y determinante en cuanto lo venezolano y que la fatalidad luego nos impone llegado el siglo XXI, al afirmar que “no es el hombre cosmopolita por naturaleza”. Y prosigue, al decir que “muéstrase cosmopolita el hombre, solamente cuando ha llegado a una civilización muy avanzada, cuando la ciencia, el arte y la industria le han hecho capaz de neutralizar fácilmente o modificar las condiciones del medio que amenazan su salud y su vida. No habría determinismo en lo venezolano, en suma, salvo la afirmación de que el espacio y el tiempo –lo lugareño– es lo natural o connatural a su especie humana.

Esa fue, cabe decirlo, la mejor herencia trasladada por el español a América y que marca a los orígenes venezolanos, pues a la par de la monarquía la organización pública de la península y la nuestra fue esencialmente localista y municipal. “La vida local se desarrolló ampliamente en las tierras de Indias, como una consecuencia y objetivo de la obra colonizadora… La constitución de una ciudad –la primera en Venezuela es Nueva Cádiz– en Indias, se completaba con el establecimiento de su régimen local o municipal, que representaba el remate institucional de fundación ciudadana”, explica José María Font, catedrático de Valencia (José Tudela, editor, El legado de España en América, I, 1954).

Hoy, al espacio y al tiempo se le oponen tendencias de aniquilación que privilegian lo virtual y cultivan la instantaneidad; por lo que siendo éstas un logro inequívoco e inevitable de la ciencia posmoderna, al cabo, desbordadas, apagan todo síntoma de cultura en evolución.

Vuelve otra vez Gil Fortoul a Muñoz Tébar, así, para razonar sobre la tesis de este e ir avanzando sobre el diagnóstico de lo venezolano. “La causa única de las desdichas políticas en las repúblicas hispanoamericanas –dice este– es que en ellas sólo ha habido gobiernos personalistas, sostenidos por pueblos personalistas, lógica consecuencia de las costumbres españolas que heredamos y que no cambiamos cuando cambiaron nuestras instituciones políticas”, afirma Muñoz. A lo que Gil discierne precisando lo que sigue: “Empezó la evolución histórica de Venezuela con la guerra entre la raza española y la raza india, guerra que ocasionó, una vez destruida o domada la población indígena, la adaptación del régimen autoritario que es característico, sino de toda la nación española, sí de los españoles que realizaron la conquista”. Y agrega que, “al cabo de tres siglos, formada ya otra raza por la mezcla de españoles, indios y negros, estalló la guerra de la Independencia, que determinó la constitución de una nueva nacionalidad y de un nuevo Estado político, diferentes una y otro de la raza conquistadora y de la raza conquistada, pero conservando en su temperamento y costumbres la influencia de los elementos étnicos primitivos.”

Sobre dicho anclaje, el autor que releemos cuestiona la predica de no pocos historiadores y publicistas venezolanos, a cuyo tenor desde la hora inaugural de la república, a partir de 1830, pugnan dos visiones doctrinarias y partidarias, una liberal y otra conservadora; reflejos –cabe agregarlo– de ese ser que somos los venezolanos y es fatalmente inacabado.

Mas hace suya, Gil Fortoul, la tesis de Domingo A. Olavarría (1836-1898), plasmada en el Estudio Histórico Político que publica en Valencia, Venezuela, en 1893: “Los verdaderos liberales de Venezuela han sido los que llevan los apodos opuestos; pero los llamados liberales han tenido la habilidad de tomarse insistentemente ese calificativo … al paso que los otros han incurrido en la candidez de dejarse apostrofar al gusto de sus contrarios” se lee. No por azar se le atribuye a Antonio Leocadio Guzmán, padre del general Antonio Guzmán Blanco, al decir que era liberal pues sus opuestos se dicen conservadores; que de lo contrario él sería conservador.

Se fijó así la primera línea divisoria de voluntades entre los venezolanos de la época: Conservador es el “hombre perteneciente a una familia distinguida por sus antepasados, por su riqueza, por su ilustración o por sus simpatías hacia todo gobierno fuerte, despótico o cruel, y Liberal, y desde el 58 hasta el 70, federal, quería decir: hombre sin ideas políticas fijas, poco respetuoso de la ley, enemigo de la clase más rica o más instruida y amigo de las clases populares, inclinado al militarismo y a los cambios frecuentes de leyes y gobiernos”.

Visto esto serían unos cabales liberales –observando a lo actual– los gobiernos venezolanos entre 1999 y 2023, pues para éstos han sido conservadores y oligárquicos los gobiernos democráticos que cubre el tiempo del Pacto de Puntofijo (1959-1999). Ello, a pesar de que quienes los encabezaron, todos a uno, fueron ajenos a la élite mantuana, de clara extracción popular e ideas apropiadamente liberales.

Casualmente, es ahora y en este tiempo, en curso de cumplirse las dos centurias del nacimiento de la república, cuando se insiste en demonizar al general José Antonio Páez, un lancero de los llanos y primer presidente de la república de 1830, tachándole como reo de traición al Padre Libertador, Simón Bolívar; éste, heredero de familia criolla rica y extracción monárquica, formante de la aristocracia caraqueña, a saber, la misma que prosterna y entra en querella, por sus dudosos orígenes sociales al padre del Precursor, Francisco de Miranda.

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