La Tierra gira alrededor del Sol, el tiempo avanza impertérrito y los seres humanos nacen y mueren en tan solo un pestañeo del reino de los cielos. Esto último explica, en cierta medida, los giros repetitivos de la condición humana con sus pocas variantes. La vida de Benito Mussolini (1883-1945) y la ruda experiencia que experimentamos en Venezuela con la “revolución bonita” -las minúsculas son merecidas- son ejemplo a tener en cuenta a la hora de adentrarnos, sucintamente, en el tema que hoy nos ocupa.
Desde muy temprano, Mussolini se presentó como un hombre del pueblo que comprendía a sus compatriotas. Tal señalamiento era cierto puesto que él era parte de la pequeña burguesía rural. Sus historiadores han reconocido que fue un joven de un desarrollo intelectual normal. No hay duda de que su padre fue factor determinante en su personalidad puesto que logró inculcarle una concepción socialista elemental pero pasional a la vez, con tintes cercanos a la religiosidad. Como pudo, amplió su formación: estudió francés y alemán, aunque en verdad sólo logró chapurrear ambas lenguas. Sus estudiosos destacan que fue siempre coherente en su inquebrantable desprecio del dinero, un comportamiento que no se ve con la “revolución bonita”. Por si fuera poco, muy temprano puso de manifiesto su proyecto revolucionario: “¡Sólo la sangre pone en movimiento la rueda sonora de la Historia!”.
En mayo de 1915, se inicia una época en la que la violencia marca la pauta. Su posición es tajante: “Los saboteadores de la guerra deben desaparecer, y si permanecen habrá que matarlos”. Son tiempos duros, aunque también los adecuados para que figuras “revolucionarias” alcancen la gloria que en realidad no merecen pero que “el bravo pueblo”, ciego en su mayoría, está dispuesto a aupar.
Para enero de 1919, Mussolini había aprendido algo fundamental: con tan solo un pequeño número de compatriotas revolucionarios podía hacer valer su ley con la violencia. En ese momento, él está contra todos: el gobierno, la burguesía, la monarquía, el Vaticano y pare usted de contar. Con esa singular posición participa en las elecciones que terminan siendo un rotundo fracaso para él. Los fascistas consiguen el respaldo de 4.000 votantes mientras que los socialistas arrasan con un apoyo de casi 2 millones de votantes. Mussolini aguanta su chaparrón porque, después de todo, nuestro planeta gira. En efecto, para finales de septiembre el líder fascista cuenta con el armamento necesario y el apoyo de militares y carabineros. Sin duda fue un apoyo similar al que Hugo Chávez y Nicolás Maduro tuvieron del sector militar y un buen número de venezolanos, muchos de los cuales están ahora arrepentidos por su proceder ingenuo.
A la edad de 38 años, Mussolini entra a formar parte del Parlamento. Con ese paso tan importante se le abre el camino que inexorablemente le conducirá al poder. Es categórico al afirmar: “…nosotros no seremos un grupo parlamentario, sino un pelotón de acción y de ejecución”. Más adelante hará público su maquiavélico proceder: “… nos permitimos el lujo de ser aristocráticos y democráticos, conservadores y progresistas, reaccionarios y revolucionarios, legalistas e ilegalistas, según las circunstancias de tiempo, de lugar y de ambiente en las que nos veamos obligados a vivir y a obrar”.
Paso a paso, el camino se le abre más y más. Sus astutas acciones conducen a que su Majestad el rey Víctor Manuel III, habiendo decidido confiarle la formación del Gobierno, ruega que se traslade inmediatamente a Roma. El 30 de octubre de 1922, con el nombramiento de Mussolini como presidente del Gobierno, se inicia la era Fascista. El primer objetivo que se fija el nuevo gobernante será destruir a los partidos. Nada nuevo bajo el sol. De allí en adelante, por un buen período de tiempo, todo será “cantar y coser”. Ocurre entonces lo inevitable, algo similar a lo que los venezolanos vivimos con la revolución bonita: entran en vigor decretos y leyes que minan todas y cada una de las libertades del ciudadano. El 12 de julio de 1923, uno de esos decretos restringirá la libertad de Prensa, los periódicos italianos permanecerán amordazados por los siguientes veinte años.
Lo que se les vino encima a los italianos no fue diferente a lo que hemos experimentado en Venezuela con Hugo Chávez y Nicolás Maduro. Mussolini creyó que uniendo sus fuerzas con las de Hitler transformaría a Italia en una superpotencia. Lo real era que sus sueños tenían la condición de simple ilusión, algo que aparenta ser lo que no es. Se manifiesta entonces lo inevitable: la vida en Italia se hace triste y dura; el pan es racionado y la patria cada día reclama mayores sacrificios.
Fue inevitable que el pueblo manifestara sentimientos de odio hacia el líder que se venía a menos. Para muchos, sus días ya estaban contados. En la madrugada del 25 de julio de 1943, se produjo la caída del fascismo. La desgracia duró poco tiempo: el “líder” italiano fue liberado por los alemanes. Así, Italia tuvo que vivir dos años de guerra civil y ocupación nazi. El bravo pueblo le dio la espalda al Duce y sus estatuas fueron destruidas. Inevitablemente, el poderoso líder italiano fue detenido. Pero, como suele ocurrir en las novelas de terror, Hitler, con el apoyo de sus soldados, procedió a liberar al “ilustre personaje” caído en desgracia e increíblemente envejecido. Hacia finales de abril de 1945, Mussolini es detenido junto con su amante. Un miembro de la resistencia, junto a muchos otros camaradas, son partidarios de que el líder caído en desgracia “muera como un perro sarnoso”. Dicho y hecho. A las 4:10 de la tarde del 28 de abril de 1945, el Duce y su amante Claretta Petacci fueron fusilados.
Creemos que los máximos líderes de la “revolución bonita” deberían verse en el espejo de Mussolini. Ellos todavía tienen la oportunidad de conseguir una salida razonable para todos. La grotesca gestión de Mussolini pone de manifiesto que hay que saber apartarse a tiempo. Nada es eterno, razón suficiente para dar un paso atrás cuando llega la hora. No está demás recordar que el 22 de enero de 1958, el dictador Marcos Pérez Jiménez estaba jugando dominó con su compadre, el también general Llovera Páez, quien al enterarse que la Academia Militar se había alzado, le dijo en lenguaje llano y escueto: “Marcos, vámonos, que pescuezo no retoña”.