Yo era niño y lo veía llegar por las tardes a casa. Por lo general, me encontraba a esa hora jugando en el patio con mis carritos. Lo veía pasar a mi lado, sin verme, sin saludarme, sin hacer el menor gesto de afecto, como si yo no existiera y le escuchaba preguntar al aire de la tarde, con voz seca y forzada: ¿Cómo está la señora?, aludiendo a Tula, mi mamá, que desde la cama escuchaba a la pavita cantar en la mata de mango anunciando la muerte.
Cuando bajaba a la playa con Belén y mis hijos, pasaba por Macuto y a veces me apetecía visitarlo. Mis dos hermanos médicos consideraron que Macuto y el aire salado del mar eran apropiados para su avanzada edad. Una vez bajé solo y lo encontré en su mecedora abanicándose en la pequeña calle donde se encontraba su casa frente a una pensión de ancianas que detestaba encarnizadamente. ¡Hablo de don Pablo, mi papá!
Sin molestarse en saludarme y apuntando el índice hacia la pensión en cuya puerta estaban paradas dos viejas de negras y largas faldas, dijo con indiferencia: “Esas carajitas no valen tres centavos”, aunque tampoco él los valía.
Desde la mecedora me miró directo a los ojos. Sentí que algo terrible se arrastraba en la mirada, algo fulminante, un furioso embate de olas contra las rocas o contra el malecón y preguntó: ¿Cómo es que apareces en los periódicos y eres un limpio?
El hombre rico no busca trabajo, los ofrece. En cambio, el pobre al buscar empleo debe presentarse bañado, bien peinado, vestido con ropa limpia y cuidadosamente planchada. ¡Un ser limpio!
La publicidad inventó el olor a limpio para vender los detergentes y productos de limpieza. Pero no existe ninguna casa con olor a limpio. Las casas huelen a lo que allí transcurre. Al guiso de la cocina, a la vida de quienes en ella viven.
El lenguaje se comporta con marcado desaire. Reconoce que hay limpieza, pero no acepta la sucieza sino la suciedad. Tenemos dientes pero acudimos al dentista y no al dientista y en el peor de los casos, al odontólogo. Pero somos o estamos limpios cuando no tenemos bienes de fortuna y nos vemos obligados a rebuscar alguna chamba.
Don Pablo cifraba el éxito social y económico en aparecer en los periódicos. De hecho, ninguna publicación jamás mencionó su nombre. Mis hermanos acreditaron cada uno el suyo en honestas profesiones liberales y lograron ancho bienestar económico, pero tampoco aparecieron sus nombres en los periódicos porque tal vez interesaba poco la operación de la vesícula o la fractura del fémur o el puente sobre el río de aguas inexistentes.
Mi respuesta, sin embargo, era prosaica: soy periodista, escribo artículos y reportajes sobre cinematografías activas; sobre Bergman y Antonioni y sobre Ridley Scott y esto me vale aparecer en las páginas culturales del periódico o de la revista ilustrada.
Pero tenía que revelarle a mi padre quiénes eran Bergman o Antonioni y me dio pereza. ¡No le contesté! Era una manera de vengar las ofensas que esparció en la familia. Murió sin saberlo. Yo sabía quién era él. ¡Pero murió sin saber quién era yo! Y estoy seguro de que tampoco le importaba saberlo.
Cuando el periodista hizo mi primera entrevista como director de la Cinemateca Nacional, se lo agradecí y le dije que se la mostraría a mi papá porque él decía que yo no servía para nada. Es más, cuando se enteró de que yo había desertado de la Sorbona y preferido la trivialidad de la Cinemateca a la severidad del Derecho y de las leyes, comentó entre molesto y avergonzado que yo me la pasaba ahora hablando de Drácula y de Frankenstein.
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