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Movimientos en el tablero

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El cambio de ministros realizado el pasado 27 de agosto constituye el primer movimiento de Nicolás Maduro en su senda de tratar de mantenerse en el poder y normalizar el fraude, después de la feroz ola represiva desatada desde el 29 de julio. 

Uno de los aspectos dignos de analizar en la conformación de este gabinete -que señala la transformación de un autoritarismo competitivo en un régimen dictatorial- es la designación de Delcy Rodríguez en el Ministerio de Petróleo, pues indica la necesidad de una figura de la mayor confianza y nivel político para manejar el negocio del oro negro en los momentos de alta inestabilidad e incertidumbre que comienzan, donde el acceso a los mercados con seguridad será cada vez más difícil, en vista del no reconocimiento del régimen por la mayor parte de la comunidad internacional. 

No deja de ser significativo que Rodríguez sea la única ocupante del cargo -durante la ya larga gestión de Maduro- que tiene un perfil netamente partidista, con la excepción de Tareck el Aissami. Esto no puede verse como una simple casualidad: es un dato que sugiere que realmente los Rodríguez fueron clave en la operación de purga y desplazamiento de éste, y que han obtenido algo así como la reina en el tablero del ajedrez político-partidista del gobierno; dando un paso más en su objetivo de empoderarse como la principal facción dentro del oficialismo; más allá de que está por verse la viabilidad y sostenibilidad de esta nueva etapa del nefasto período del socialismo del siglo XXI.

Sin restarle importancia a la movida de Delcy, es indiscutible, sin embargo, que lo más notable de este escarceo burocrático es, de lejos, el nombramiento de Cabello como ministro de Relaciones Interiores, Paz y Justicia, por siempre el cargo más importante en la tradición política de nuestro país, y que en los años del chavomadurismo ha adquirido aún más poderes y competencias, convirtiéndose en una especie de monstruo de mil cabezas (algo muy característico, por lo demás, de todas las dictaduras y regímenes autoritarios, es decir, de Estados típicamente policíacos), que controla, entre tantas entidades, el Cicpc, la Guardia Nacional Bolivariana y el Sebin. 

No hay mejor figura para describir la incorporación de Cabello al gabinete que la de un atrincheramiento: quienes siempre se disputaron el dominio del PSUV y de los poderes públicos desde la muerte de Chávez, han decidido actuar ahora como un solo equipo ante el panorama de incertidumbre que se ha creado después de arrebatarle el triunfo a Edmundo González Urrutia el 28 de julio. 

Esta decisión de jugar cerrado indica, de buenas a primeras, al menos dos cosas: la primera, que el oficialismo no dará ningún paso atrás en su propósito de mantenerse en el poder e intentar consolidar una nueva dictadura en nuestro historial político, quitándose la máscara democrática utilizada por varios lustros. No en balde, Cabello ha sido en estos años tumultuosos el portavoz de las posturas más duras y más intransigentes, debido en parte a su visión poco tolerante y antideliberativa de la política, y en parte por ser él un aliado interno poderoso pero incómodo, con varias acusaciones en su contra, y por tanto el menos potencialmente favorecido en un acuerdo de amnistía o retiro de sanciones personales por parte de Estados Unidos y demás actores externos. 

En segundo lugar, de la designación de Diosdado se deduce que el régimen percibe una amenaza muy grande desde el ámbito internacional, pues no otra cosa podría justificar que los que han tenido una rivalidad tan enconada y han protagonizado episodios intensos de disputa por el poder en los últimos años hayan acordado actuar unidos sin más. 

Si bien es cierto que ellos han tenido su modus vivendi durante esta larga década -compartiendo tajadas de los distintos poderes públicos- es innegable que el deseo de Cabello de detentar en algún momento la primera magistratura -en remembranza de aquellas pocas horas en que la ejerció el 13 de abril- y el hecho cierto de controlar el partido, se han interpuesto en todo momento en sus relaciones con Maduro, y en los últimos tiempos particularmente con Jorge Rodríguez, quien seguramente procura ser el segundo hombre de la organización y eventual sucesor del autonombrado hijo de Chávez.  

Es difícil saber el grado y el tipo de amenaza que percibe la dirigencia de la oligarquía roja en el plano internacional, pero ello sucede sin duda por su obsesión patológica por el poder, y por la consecuente perspectiva de visualizar la situación del país como un juego suma-cero, donde se gana o se pierde todo, pese a los ofrecimientos de una transición negociada que han formulado tirios y troyanos. 

Lo único que está claro hasta el momento es que Estados Unidos ha endurecido notablemente su posición, y este es el otro movimiento en el tablero que se puede observar, como se advierte en la incautación del avión de la presidencia ubicado en República Dominicana, compartiendo este endurecimiento la gran mayoría de los países latinoamericanos, así como casi todas las potencias y naciones del mundo democrático y occidental. 

Por lo demás, es indispensable acotar que este movimiento de Estados Unidos no se queda solo en el plano nacional, sino que se operacionaliza también en el plano regional, como se puede ver en la crisis generada en Honduras, que ha llevado a las renuncias del secretario del Congreso y del ministro de la Defensa, cuñado y sobrino político, respectivamente, de la presidente Xiomara Castro, las cuales han sido causadas, al menos en parte, por la reciente reunión del ministro Zelaya con Vladimir Padrino. El hecho de que éste haya sido calificado tan fuertemente por la embajadora norteamericana apunta aparentemente a que el gobierno de Biden va a reforzar los cargos criminales que en el pasado había formulado, y que probablemente va a tomar medidas de una dureza y magnitud pocas veces vistas en la región en mucho tiempo.

En lo que respecta a las jugadas realizadas por los actores de la izquierda regional que emprendieron la mediación -Brasil, Colombia y México- es muy poco lo que se puede decir. El hecho de que Petro no se sienta con la afinidad suficiente para venir nuevamente al país, y que haya tenido que enviar a Álvaro Leyva como emisario para tratar con Maduro, señala que la brecha abierta entre ambos dirigentes es muy grande. 

La decisión del gobierno de enviar a Rusia a dos ciudadanos colombianos que regresaban de combatir en el ejército de Ucrania es un desplante en la cara de Petro, que reafirma, por una parte, que Maduro no quiere negociar ninguna transición, y sobre todo revela que su alianza con Putin y la entente autoritaria antioccidental es mucho más importante que los vínculos que otrora tenía con sus aliados de la izquierda continental y allende el Atlántico. 

Para decirlo en pocas palabras, el régimen está más sordo y ciego que nunca. Esta postura y esta conducta es un insumo determinante a tener en cuenta por la oposición democrática y los aliados internacionales en el propósito de lograr que el 10 de enero Edmundo González se posesione como nuevo presidente de la nación.

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