Mothers’ Instinct de Benoît Delhomme, analiza el amor, la rivalidad, la competencia y el miedo, a través de ideas lóbregas de la naturaleza humana. Pero se queda corta, al intentar reflexionar en la oscuridad mental y espiritual que sugiere, a pesar de los intentos de sus dos actrices principales por lograrlo.
La novela Derrière la haine de Barbara Abel (2012) analiza, desde la óptica de la perversión y la tensión entre dos personajes antagónicos, la rivalidad femenina, la maternidad y al final, la violencia. Su primera adaptación llegó a los cines en 2018, de la mano del director belga Olivier Masset-Depasse. La cinta logró plasmar la tensión inquietante y siniestra del texto, así como reflexionar acerca del bien y el mal con una cuidadosa mirada a la idea del miedo que se expresa a través del resentimiento.
Su versión para Hollywood, dirigida por el francés Benoît Delhomme, carece de la elegancia y la sutileza de la original europea. De hecho, el gran problema de Mothers’ Instinct (2024) es la forma en que lo que debieran ser puntos sugeridos se presentan en pantalla como elementos tan evidentes como para resultar insidiosos.
Esta historia entre dos madres modélicas, que además se encuentran en medio de un enfrentamiento invisible después de una tragedia, se desmorona en el preciso momento en que abandona la calma contemplativa y malévola que, al principio, parece sostener la cinta.
Sus primeros veinte minutos (sin duda, lo mejor de la obra) cuentan como pueden lo que hay que saber para avanzar en esta historia de obsesiones y dolores. A saber: Céline (Anne Hathaway) y Alice (Jessica Chastain) son dos amas de casa perfectas que llevan la vida que se supone, era sinónimo de éxito durante la década de los cincuenta del siglo XX.
Dos mujeres enfrentadas y llenas de heridas
Ambas son deliciosas, competentes, eficaces y hermosas. También, determinadas a que la vida doméstica sea un modelo de virtudes y un escenario contemplativo de un tipo de satisfacción que la película narra sin mucha profundidad. Estas dos mujeres, atrapadas en el límite de lo doméstico y cercadas por la necesidad de complacer, son rehenes de sí mismas y de su época.
También de sus necesidades insatisfechas. El director intenta construir la conocida idea de la obra de arte de la vida corriente y pone énfasis en imágenes postales, que son quizás, lo mejor del primer tramo de la película. Tanto Céline como Alice, están llenas de ambiciones, deseos y necesidades. Pero están ocultos en los salones impecables, los hijos bien cuidados y los maridos de ropas pulcras.
El guion de Sarah Conradt-Kroehler se esfuerza en construir la percepción acerca de los espacios galvánicos y congelados por la autoimposición. Pero el argumento no tiene la suficiente habilidad, para hacerlo un relato competente. Buena parte de la película parece flotar con incomodidad y una fragilidad remota en la posibilidad de lo que esconde detrás de la perfección.
La premisa podría resultar si la narración hiciera más hincapié en construir y sostener la condición de la identidad de las dos mujeres destinadas a enfrentarse, más allá de su pretendida amistad o de los momentos que comparten en secreto. Las actrices se esfuerzan por demostrar que hay mucho que escudriñar en los silencios y palabras medio sugeridas, pero en realidad la cinta no logra jamás parecer toda lo profunda y misteriosa que pretende.
Una muerte que llega para cambiarlo todo
Cuando Max (Baylen D. Bielitz), hijo de Céline, muere en circunstancias más que sospechosas, la película entonces dedica todo su interés y energía en narrar lo que podría ser un crimen. O en cualquier caso, cómo la suave pátina de perfección de la vida palaciega de ambas rivales silenciosas se desploma entre el dolor y la paranoia. Pero la cinta, que se queda a medias en la intención de narrar algo más sustancioso y misterioso, es una combinación de malas decisiones. La tensión se pierde casi de inmediato y la sensación es que la historia va a la deriva entre escenas de llanto y angustia mal reflejadas en primeros planos llorosos.
Para el final, la historia dejó claro algo: el esfuerzo de las actrices no es suficiente para consolar la falta de profundidad de la narración. Un problema que solo se acentúa en su inconexo final, más obra de la edición que del relato orgánico.