Hace dos semanas, un buen amigo circulaba por una calle de Caracas, cuando un guardia nacional lo detuvo en una alcabala de control. “Papeles”, le pidió. Mi amigo se los entregó. Al encontrar que todo estaba en regla, le pidió que abriera el capó. “¿Tiene una servilleta, o un trapo?” Mi amigo le extendió una toallita húmeda. “¡Ayyyy!”, exclamó el guardia. “No se lee el serial del motor… este carro está detenido porque puede ser robado”.
Mi amigo no se quería bajar, porque el GN llevaba la mascarilla casi de babero, pero antes de que le llevaran el carro, lo hizo, no antes sin pedirle que se la colocara bien. El serial se veía perfecto y así se lo hizo saber al funcionario. “Lo importante es que yo lo vea… no que tú lo veas”… Ya había pasado al tuteo. Y luego de una intrascendente conversación de “llame a un superior suyo y que venga”… “mis superiores están todos en otros operativos”, el GN se destapó: “Podemos hacer otra cosa… tengo un bebé y tiene hambre. Si me traes comida para él, te devuelvo tus papeles y te vas”.
Mi amigo me confiesa que fue en ese momento cuando lo vio detalladamente: estaba literalmente famélico. Del tuteo pasó al “usted” nuevamente: “¿sabe, doctor?… Es que, si no nos morimos de coronavirus, nos vamos a morir de hambre”. No hay que decir que el GN esa tarde regresó a su casa con dos buenas bolsas repletas de cereal, leche, compotas, galletas, chocolates…
“¿Qué hubieras hecho tú si te hubiera pasado a ti?”, me preguntó mi amigo. “Pues creo que lo mismo que tú”, le respondí… Hasta hace algo más de un par de años, yo era una ferviente luchadora frente a las matracas. “Póngame la multa”, les decía. Pero cuando el hambre se apoderó de Venezuela, entendí que ellos también eran víctimas y que la matraca era su manera de alimentar a sus familias. Procuro llevar siempre algo de comer en el carro para darles algo, sobre todo a los niños que deambulan por nuestras calles pidiendo limosna. Recuerdo una vez que tenía una caja de chocolates que me había enviado una de mis hijas que vive fuera y se la di a un grupo de niños en un semáforo de la avenida Libertador. Ninguno tenía más de 10 años. Los gritos de alegría y gratitud quedaron grabados en mi memoria. Ellos quedaron felices, yo llegué a mi casa llorando.
El dilema que hoy se le presenta a más de las tres cuartas partes del pueblo venezolano es si morirse de hambre, o morir de coronavirus. La primera, es casi una certeza. La segunda, una probabilidad. Las cuarentenas locas impuestas por el régimen de Nicolás Maduro no hacen sino empeorar la situación. Esta semana ha circulado un video del Metro de Caracas literalmente atapuzado de gente, con cero distanciamiento social. ¿Qué se gana entonces decretando cuarentena estricta la semana siguiente? ¿Es que acaso el coronavirus entra en estado latente durante la semana de flexibilización? ¿Qué alternativa le queda a una población que depende del día a día para subsistir? Como dijo el guardia nacional, o se mueren de hambre, o se mueren de coronavirus. Y la segunda tiene menor probabilidad hasta ahora.
En Venezuela apenas empezamos a conocer la dimensión de la pandemia. El régimen maquilla cifras, cambia las causas de los decesos por “neumonía severa”, “paro respiratorio”, hasta “broncoaspiración”, y se jacta de tener “un número reducido de muertes”. En Guayaquil fue dantesco lo que sucedió con la mortandad. Los cadáveres eran lanzados a las calles… Y Ecuador está mucho mejor que nosotros.
¿Qué va a pasar aquí?… No lo sé, ojalá existieran las bolas de cristal para ver el futuro… Pero temo que lo que se nos viene encima sea una tragedia de dimensiones descomunales. Y todo será culpa de Nicolás Maduro y sus sátrapas. De lo que no tengo dudas, y para eso no necesito la bola de cristal, es de que algún día pagarán por ello.
@cjaimesb