Escarlata y Negro (Jerry London, 1983) es parte de la lista de películas que marcaron mi infancia, pero esta en especial no fue nada más otra historia fascinante de la Segunda Guerra Mundial; sino que también fortaleció mi espiritualidad católica. ¡¿Cómo no olvidar al gran monseñor Hugh O’Flaherty (1898-1963), representado por Gregory Peck, haciendo realidad el Evangelio al ser “enviado como una oveja en medio de lobos” para salvar a los perseguidos por la Gestapo en la Roma de 1943 a 1944?! Es un buen ejemplo de cómo la Iglesia no se quedó de brazos cruzados ante la barbarie nazi, “prudentes como serpientes, y sencillos como palomas” (Mt 10, 16) abrieron las puertas de sus conventos, usaron sus contactos y su poder; para debilitar el mal y proteger al débil.
Al final del filme, cuando Roma es liberada por los aliados, monseñor O’Flaherty y su organización (la cual realmente existió y logró salvar a más de 6.500 personas, muchos judíos entre ellos) celebra con un brindis, este dice que hay que honrar a los que no sobrevivieron y dieron su vida por su prójimo tal como Jesús nos enseñó. Los sacrificios de estos buenos samaritanos siguieron hasta el final de la guerra, y entre ellos un monje venezolano de la Cartuja de Farneto (Lucca, La Toscana) – ¡qué había sido obispo de Valencia! – entre el 6 y 7 de septiembre de 1944 fue asesinado en una carretera, junto a sus hermanos monjes, por haber protegido a partisanos y otras personas que padecían la persecución del ocupante nazi.
Hay muchas otras películas que muestran este esfuerzo de esconder a los perseguidos e incluso colaborar con la resistencia, entre ellas las del maestro Costa-Gavras: Amén (2002) a pesar de su tono crítico con el Vaticano (por cierto, acá hay un personaje ficticio que es un jesuita y que vive el martirio); y otro ejemplo es la famosísima Roma, ciudad abierta (Roberto Rosellini, 1945). El Cardenal (Otto Preminger, 1963) en una parte también se puede considerar, aunque me falta revisar cuántas más se dedican al tema. Sobre Pío XII hay dos recientes: Pío XII, bajo el cielo de Roma (Christian Duguay, 2010) y La poderosa servidora de Dios (Markus Rosenmuller, 2011). La verdad es que aquella mala fama que se había creado en torno al Papa de la Segunda Guerra Mundial, ya ningún historiador serio lo sostiene. La historiografía reconoce su papel en la protección de los perseguidos, y que la ausencia de denuncia verbal del holocausto fue precisamente para “ser prudente (…) en medio de los lobos”, y salvar la mayor cantidad de personas. De este debate hablamos en anteriores artículos.
Sobre monseñor Salvador Montes de Oca, nacido en Carora en 1895; no queremos repetir su biografía acá (para ello recomendamos el magnífico trabajo de ascenso a profesor titular en la UCAB del 2019, de María Elena Mestas: “Monseñor Salvador Montes de Oca: pastor de la caridad. Estudio de documentos para facilitar comprender su vida y tiempo”; del cual tomamos la información sobre los hechos) sino centrarnos en su martirio, el cual nace de su profunda espiritualidad cristiana y católica. Es la conclusión de una vida de entrega, así lo afirma el Catecismo de la Iglesia Católica en el Nº 2473: “el mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad”. A pesar de sus anhelos de silencio y vida apartada para dedicarse a la oración; los italianos que lo trataron en sus tiempos en Europa dicen que supo equilibrar una intensa piedad contemplativa, alegrar a todos los que le trataban al ser un gran contador de anécdotas (chispa venezolana), y lo más importante: la caridad, la atención de todo aquel que lo necesite, en especial los pobres.
Nuestro gran poeta Andrés Eloy Blanco fue su amigo y dio testimonio de estas virtudes, de cómo monseñor se dedicó siendo obispo de Valencia a velar por los jóvenes de la Generación del 28 (y todo preso político) encarcelados en el Castillo Libertador de Puerto Cabello; y unos años dijo sobre su muerte: “Lo fusilaron los alemanes o los italianos de Alemania, porque protegía perseguidos. Porque hacía lo mismo que hizo en Valencia. Él tenía que morir así. (…) Él era más grande que la injusticia”. Su expulsión de Venezuela fue por estas razones, junto a otras en las cuales enfrentó a los abusos de la dictadura de Juan Vicente Gómez. Siempre tuvo el sueño de ser monje, y su posterior viaje a Italia le dio esta oportunidad. Al empezar el conflicto europeo (y luego global) consideró que era su deber quedarse y padecer con sus hermanos.
En el año 1944 la guerra llegó a su monasterio y los monjes (33 en total), a pesar de su regla que exige aislamiento, siguieron el mayor de los mandamientos y dijeron: “Si fuera Jesús mismo llamando a la puerta, ¿qué le decimos?, ¿tenemos el coraje de enviarlos a morir?” Noventa personas entre partisanos, civiles, familias enteras y judíos fueron refugiados por hermanos y sacerdotes; no es difícil imaginar a nuestro padre Montes de Oca relatar cuentos de una lejana tierra tropical, a los niños y personas que morían de miedo ante el avance del ocupante nazi, soldados que se hacían más despiadado ante su clara derrota. El teniente Hermann Langer de la 16ª División Panzergrenadier SS «Reichsführer SS» de las Waffen-SS, estaba al tanto de este hecho y bajo la orden del comandante Max Simon toma por la fuerza con sus tropas al monasterio el primero de septiembre después de realizar un engaño, pero al menos 20 civiles se escapan.
Los soldados saquean y destruyen, para luego recluirlos a todos e iniciar diez días de vejaciones (a muchos monjes los dejaron desnudos), torturas y asesinatos. En medio de ese ambiente, cuentan que monseñor Montes de Oca animaba con palabras de esperanza y confianza en Dios, y recordaba que nunca podían dejar la oración a pesar de las condiciones. La situación empeoraba e iban matando por grupos a medida que pasaban los días. Tranquilos, “si nos matan veremos a Dios”, le decía el venezolano. Un judío tenía los nervios destrozados, y solo encontraba paz cuando escuchaba los consejos y palabras del novicio que venía del trópico. A partir del 6 de septiembre los monjes fueron divididos en dos grupos, a unos los fusilarían el primer día en Camaiore y los otros el diez en Massa. Sus cuerpos los dejarían a la orilla del camino, el 11 de septiembre las tropas aliadas liberaban el pueblo de Lucca. Ruega por nosotros, mártir Salvador Montes de Oca.
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