En el vuelo de regreso a Madrid desde Panamá, donde celebramos en los días pasados el festival literario Centroamérica Cuenta, vine leyendo la novela de Rodrigo Rey Rosa El material humano, que comienza con una lista de fichas policiales sacadas del Archivo Histórico de la Policía Nacional de Guatemala. Aparecen registrados ciudadanos señalados por comunistas, por repartir volantes sediciosos, por contravenir el toque de queda; o por posesión de armas de fuego o explosivos.
Pero también hay un chusco anotado por liberar un zopilote dentro del teatro Capitol, al amparo de la oscuridad; un sastre por tahúr; una mujer por ejercer el amor libre, otra por practicar ciencias ocultas, la quiromancia y la cartomancia; un barbero por “ingerir licor con otros individuos que se dedican a desnudar a los ebrios trasnochadores”; un oficinista por publicar obscenidades, un proxeneta por explotar a mujeres de la vida galante; y uno detenido por difamación, pues “aseguró tener relaciones carnales con Carmen Morales, quien a petición de su madre sufrió examen médico, resultando ser virgen”; y, en fin, un jornalero por insubordinarse contra su patrón.
Las fichas policiales registran la vigilancia política sobre la corrección de conducta, y los pecados capitales contra la seguridad pública se revuelven con los pecados veniales, que pasan ambos a tener la misma categoría de infracción que merece ser registrada, porque la ficha queda abierta a las reincidencias. Toda irregularidad de comportamiento, cualquiera sea su tamaño, es potencialmente peligrosa para el estado policial.
Este inventario de fichas da paso en la novela a un descenso a los infiernos de la represión y la corrupción en Guatemala, ese mundo de sombras y dualidades donde el terror cambia continuamente de rostro, tan kafkiano si este término no fuera ya un lugar común en América Latina. Oscuro mundo cerrado por el que Rodrigo se mueve buscando las claves que están en todas partes y en ninguna; y ese amasijo de viejas cartulinas policiales que abre las puertas de El material humano, es la imagen de un país que en sus estructuras patriarcales ha variado poco desde los tiempos del general Jorge Ubico, uno de los proverbiales dictadores del siglo veinte centroamericano.
Ubico mandó a dictar en 1934 la Ley contra la Vagancia, celebrada por la gente de bien porque así se garantizaban la seguridad y la tranquilidad públicas. Y esa ley empezaba por definir quiénes debían ser considerados vagos, o sea, los pobres: “los que no tienen oficio, profesión, sueldo u ocupación honesta que les proporcione los medios necesarios para la subsistencia”; los que ejerzan la mendicidad y, de paso, los entretenidos, “los que concurran ordinariamente a los billares públicos, cantinas, tabernas, casas de prostitución u otros centros de vicio, de las 8 a las 18 horas”; los propietarios de terrenos rústicos que no le saquen renta, “los que comprometidos a servir a otro con su trabajo en fincas, no lo cumplen”, una manera de forzar a la servidumbre; y los estudiantes matriculados que sin motivo dejan de asistir puntualmente a clases.
La pena del delito de vagancia era la cárcel y el trabajo forzado “en los talleres del gobierno, en las casas de corrección, en el servicio de hospitales, limpieza de plazas, paseos públicos, cuarteles y otros establecimientos, obras nacionales, municipales o de caminos”. Y los desertores de sus lugares de trabajo en el campo, eran puestos a merced de sus patrones.
Leo en un entusiasta comentario sobre la época florida de Ubico: “No faltan las historias de los abuelitos que cuentan que durante su gobierno se podían dejar las puertas de las casas abiertas y que el crimen común era casi nulo, ya que todos sabían lo que les podía suceder si llegaban a ser apresados por la policía nacional. Se pone muy de manifiesto que realmente había un efecto disuasivo a los comportamientos antisociales debido al miedo que se tenía a la pena a purgar”.
La historia se repite en Centroamérica con sórdida pertinacia, y vale la pena recordarlo ahora que el presidente Nayibe Bukele inicia en El Salvador su segundo periodo presidencial bajo un estado permanente de suspensión de garantías ciudadanas. La reelección estaba prohibida por la Constitución, pero qué importa, si obtuvo más de 80% de los votos, los partidos políticos se esfumaron y sólo existe prácticamente el suyo; y si controla, además, todos los poderes del Estado. Un millennial de puño de hierro.
Y los adultos que serán abuelitos se hallan listos para contar que pueden dejar las puertas de sus casas abiertas y caminar sin temor por parques y avenidas porque los miles de pandilleros que antes asolaban los barrios se encuentran encerrados en una megacárcel de donde no volverán a salir nunca.
En las campañas presidenciales en América Latina se ha puesto de moda el modelo Bukele. Construir megacárceles, meter en ellas a todos los delincuentes, raparlos, hacerlos andar a gatas y desnudos por las crujías, legiones de prisioneros apelotonados mirando a las cámaras. Que los sistemas penitenciarios sirven para reeducar, es ya un viejo cuento de camino. Son cárceles para nunca más salir de ellas.
“Les decomisamos todo, hasta las colchonetas para dormir, les racionamos la comida y ahora ya no verán la luz del sol” tuitea triunfalmente el presidente Bukele. Los criminales castigados de por vida junto con otros que serán inocentes y también están presos de por vida, pero allá quien se detenga a averiguarlo.
A quien se hubiera atrevido a protestar por las arbitrariedades de la ley de la vagancia, el general Ubico le habría respondido que se llevara a uno de esos vagos a vivir a su casa y lo mantuviera. Es lo que responde Bukele a quienes protestan porque sus tribunales violan los derechos humanos. Que se lleven a los pandilleros a vivir a sus casas.
Ubico se peinaba como Napoleón Bonaparte. Bukele ha tomado posesión vestido con casaca de entorchados bordados, como un mariscal de opereta.
El modelo Ubico. El modelo Bukele. Las distopías de largo alcance. El material humano.
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