Mis amigos críticos han concluido, precozmente, que The Last of Us es la mejor adaptación de un videojuego en la historia. Pero cumplo con expresar mis dudas y divergencias, después de ver el primer capítulo. De momento, estoy lejos de subirme al carro de los fanáticos incondicionales de la versión de HBO.
Voy a tomarme el trabajo de refutar lo que circula como consenso de un gremio, que a veces es perezoso y que repite fórmulas como en el Critics Choice Awards, que se ha conformado con ser una réplica de los Globos de Oro y un calentamiento de los Oscar, a efecto de glorificar a las estrellas en boga, en una ceremonia donde los críticos se borran del mapa, sin autoestima, concediéndole el protagonismo a las luminarias de Hollywood.
¿Son críticos ustedes o relacionistas públicos de una gala frívola? ¿Cómo es la cosa?
Puede que tanta emoción tenga que ver con la alta calidad de la producción, con el calco de muchos “huevos de pascua” y giros narrativos que contiene la obra original. Concedo que es positivo el hecho de incluir al creador de la pieza canonizada, un Neil Drukman en pleno dominio de facultades, al que secunda Craig Mazin, el genio detrás de Chernobyl. Por ende, The Last of Us es una suerte de secuela de aquella otra, que nos sedujo por su contundencia expresiva en contra del fascismo ordinario y del desmantelamiento atómico de la Unión Soviética. Menos interesante me resulta la música de Gustavo Santaolalla, que he devenido un cliché instrumental del indie melancólico y del Hollywood multicultural, desde el éxito de Babel. Suena bastante similar al resto de las composiciones del autor, quien ha empaquetado un estilo que comparte y reparte, como descartes de su librería acústica. Uno de los múltiples tropos y estereotipos que arropan, que opacan el diseño creativo del capítulo de arranque. Por igual, la total falta de humor, la absoluta solemnidad del proyecto, refuerza una visión dramática de un género de catastrofismo zombie, algo predecible y sucedáneo de cantidad de referentes como The Walking Dead, The War of The Worlds, Guerra Mundial Z, 28 días después, Resident Evil y Escape de Nueva York. Por consiguiente, las citas son obvias y no superan el impacto de los clásicos, como Romero y Carpenter, al aludir a un planeta distópico condenado por una plaga, cuya única esperanza procede de un antihéroe y de una típica Lolita mesiánica, a los que acechan caminantes dominados por huéspedes de Invasión de los ladrones de cuerpos. La excepción contamina las almas, provocando el colapso que padecimos en La hora del lobo, referenciando al tribalismo actual.
En tal sentido, con unos arquetipos y argumentos de lo más trillados, The Last of Us se beneficia un reparto magnífico, estelarizado por Pedro Pascal y la niña Bella Ramsey, ambos convincentes en sus roles de outsiders, de salvadores accidentales que se agrupan por necesidad, con un fin de redención ante el desastre humano, cultural y social del planeta, a consecuencia de la propagación de un virus.
Naturalmente, los realizadores hacen guiños al presente, al pasado fresco y al no futuro de una nueva normalidad, pospandemia, que coarta libertades, cierra fronteras y reprime a sus ciudadanos, por romper la cuarentena, al punto de castigarlos con la pena capital. De modo que se propone una foto o una radiografía espeluznante de ciertos contextos apocalípticos como los de China e Irán, donde persiguen a los disidentes y los cuelgan en juicios sumarios, como espectáculo dantesco, sin derecho a defensa y menos al debido proceso. Un Silent Hill que, cómo no, guarda parentesco con el sentido de urgencia y de peligro que se corre en la Venezuela del darwinismo, del perro come perro, del sálvense quien pueda. Así que el desmontaje que desarrolla la serie contra la ecología y la resiliencia maléfica de nuestros días es brutal y pinta como su principal atributo conceptual, para generar conversación y superar los esquemas de despotismo populista que se ha afianzado, a raíz del covid 19. Es un Estado policial y militar que supone una continuación de la pesadilla rusa de Chernobyl.
La serie empieza en un set de televisión, con el pronóstico de un doctor al que no se escucha y atiende en su profecía. A partir de ahí, la serie confronta al escepticismo científico, al relativismo intelectual que nos ha traído hasta aquí, por negar al cambio climático, a la big data, a la opinión de los expertos y a la investigación en laboratorio. Desde entonces, conectas con el mensaje y su profundidad.
Mi principal problema no radica en la pertinencia ideológica del relato, sino en su predecible arco y su esquema narrativo, varias veces transitado por la tendencia del terror, post 11 de septiembre. Por un lado, es interesante situar la acción en el país de Bush, alrededor del año 2003. Posteriormente, se sacude a la audiencia, en plan de El planeta de los simios, al mostrar que la evolución de la historia tendrá lugar en 2023. De manera que se elabora la culpa de la gobernanza global y de la realidad contemporánea, por retrocedernos a un plano de salvajismo e intolerancia medieval, bajo un régimen de pánico, paranoia y deshumanización. Si has visto o leído La carretera, sabrás por dónde vienen los tiros, entre el padre atormentado y su acompañante, menor de edad. Resta por conocer los demás episodios. Seguiré atento para comentarles cómo sigue. Por ahora abrigo sentimientos encontrados.