El conflicto israelí-palestino y la guerra ruso-ucraniana han tenido tal impacto en el mundo en los últimos meses que por momentos han restado atención a varios cuadros conflictivos violentos de carácter doméstico, que sin ser expansivos también revisten una gran gravedad, como es el caso de la situación que vive Haití desde hace varios meses.
La semana pasada hubo un respiro en el caos generalizado que marca a ese país antillano, al instalarse el Consejo de Transición que buscará recuperar la normalidad institucional y manejar los principales asuntos de estado, como el nombramiento de un nuevo primer ministro y el gabinete, hasta la celebración de elecciones en febrero de 2026. Este Consejo fue formado bajo el auspicio y el apoyo del Caricom, intervención que refleja de por sí el nivel de ingobernabilidad que reina en la patria de Toussaint Louverture y Alejandro Petion.
Lo singular del caso haitiano es que pone de manifiesto que las bandas criminales armadas pueden llegar a paralizar un país por completo, impidiendo o interfiriendo las actividades de los distintos poderes del estado e imponiendo un dominio de facto -con sus actos violentos y diversas actividades delictivas- sobre buena parte del territorio nacional.
Puede decirse que en Haití se han expresado en su forma más dramática las consecuencias de la complicidad y alianza de organizaciones delincuenciales tanto con los gobiernos nacionales y regionales como con la clase política en general, fenómeno que se ha extendido a diversas regiones y países del orbe, pero que en América Latina adquiere una particular intensidad, como se revela en el caso seminal de Colombia en los tiempos de Pablo Escobar y los carteles de Medellín y Cali, y luego con México, Venezuela y Ecuador (más recientemente).
Este fenómeno adquirió su más descarnada visibilidad a raíz del asesinato del presidente Jovenal Moïse en 2021, un magnicidio que todavía no ha sido esclarecido del todo, pese a que se han detenido a varios de los autores materiales participantes. Moïse, que había sido elegido en 2015 en dudosas elecciones (él era estrecho aliado del anterior presidente, Michael Martelli), estableció un conjunto de vínculos con grupos criminales, convirtiéndolos en colaboradores de las fuerzas policiales, y utilizándolas de manera abierta para reprimir a grupos opositores y a amplios sectores de la población que manifestaban recurrentemente en las calles su descontento por la corrupción y la mala gestión.
Todo apunta a que él fue asesinado al entrar en conflicto con los grupos delictivos que había auspiciado, o al menos con algunos de ellos. De hecho, una semana antes de su asesinato, Jimmy Cherizier, alias Barbacoa, jefe de la más importante alianza de bandas de Puerto Príncipe, le había exigido la renuncia, después de haber estado vinculado estrechamente a él, según diversas fuentes. Cherizier, un expolicía, ha sido sindicado de varias de más espeluznantes masacres cometidas en Puerto Príncipe en los últimos años, con centenares de muertos, con frecuencia despedazados y echados a los animales. Fue él también quien lideró la reciente rebelión y golpe de estado, al exigir la renuncia del primer ministro Ariel Henri, cuestión que finalmente logró. Barbacoa es el jefe del G9, la más importante de las 95 bandas armadas que controlan el 80 del territorio de la capital haitiana.
Haití no es el único país del mundo que está sometido a las acciones de las diversas y disímiles fuerzas centrífugas que amenazan desde hace varios años y décadas la unidad y estabilidad de los estados-nación modernos. Basta echar un vistazo al concierto internacional para ver cómo hasta los países occidentales más desarrollados y tradicionales están viviendo fuertes tensiones por la presencia, por ejemplo, de fuerzas separatistas.
Pero solo en los países con mucha fragilidad institucional puede observarse que la acción de estas fuerzas disolventes ha llegado al punto de convertirlos en Estados fallidos y fracturados. Lo que llama la atención del problema haitiano es el carácter particular de esas fuerzas: mientras que en otros países de intensa conflictividad y guerra civil (como vemos en el Medio Oriente y en África, con Sudán), están marcadas por factores étnicos, religiosos y nacionalistas, en el caso de Haití, en cambio, lo que se observa es la presencia básicamente de fuerzas delictivas, que han crecido tomando control de numerosos espacios territoriales e institucionales, gracias a lo fructífero de los variados negocios ilícitos que realizan: narcotráfico, prostitución, juegos, secuestros, extorsión, etc.
Podría decirse que este rasgo de la conflictividad haitiana es común, en general, a una parte significativa de los países latinoamericanos. No existen prácticamente en nuestra región, en efecto, problemas notorios o particularmente intensos de carácter étnico o religioso, tan comunes en África, Asia y aún en Europa. Como han señalado otrora algunos estudiosos, es uno de nuestras grandes ventajas y virtudes. Sin embargo, la economía de ilícitos y las bandas delictivas han alcanzado tal tamaño y tal fuerza, que se están convirtiendo en un sello de identidad que amenaza la tranquilidad, la estabilidad y el progreso de varias de nuestras naciones.
Los grandes carteles del narcotráfico mexicano -sucedáneos de los colombianos- se han convertido en fuerzas transnacionales, y lo mismo puede decirse ahora del Tren de Aragua, la megabanda venezolana con presencia en varios países vecinos e incluso en Estados Unidos. Quizás lo más grave y preocupante de esta realidad, es que en ambos casos puede decirse que hubo complicidad de estado y de la élite gobernante al amparar y beneficiar a estos grupos, gracias a los beneficios que les brindaban para sus costosas campañas y el enriquecimiento de sus líderes. Al mismo tiempo, y esto ocurre especialmente en el caso venezolano, la clase gobernante estableció una alianza con estos grupos con el fin de utilizarlos para intimidar y reprimir a la población descontenta (política que aquí comenzó ya en época de Chávez).
Las consecuencias de estas alianzas y complicidades son evidentes: tanto en El Salvador, como en Colombia en su momento, y en México y en Venezuela, estos grupos, cual monstruos Frankenstein, lejos de ser sumisos con sus protectores, prontamente liberaron amarras y decidieron actuar por su cuenta. En el caso nuestro, ya sabemos lo que sucedió a posteriori: el Dr. Frankenstein, a partir del 2015, con sus Faes y demás grupos policiales, salieron a liquidar y perseguir a su creación, eliminando a muchos de ellos y expulsando a muchos otros fuera de nuestras fronteras, donde han proseguido su labor criminal, enlodando el nombre del gentilicio y de millones de migrantes expulsados por la crisis humanitaria.
Aunque no hemos llegado a los extremos anómicos y disolventes de Haití, los costos de esta perversa política de cooptación de los grupos criminales por el Estado y la clase política gobernante son incalculables para la salud pública y moral de la nación. Buena parte de la crisis interna que atraviesa el oficialismo tiene que ver justamente con este matrimonio malévolo. De consolidarse en el país el proceso de transición, este asunto deberá ser una de las prioridades que tendrán que atacarse en la línea de reestablecer plenamente la democracia y la institucionalidad pública del país.
@fidelcanelon