En Suramérica, para centrarnos solo en una parte de la región latinoamericana, en lo que va del siglo XXI, la ciudadanía ha vivido dando saltos entre los extremos. Pasando, electoralmente, de las izquierdas radicales a las derechas igual extremas. O a la inversa. Con absoluta naturalidad y facilidad.
De una parte, es un síntoma de solidez institucional. De la otra, de insatisfacción permanente y reiterada. De incapacidad de los gobiernos, tanto los que se asumen como de derecha como los que se presentan como izquierda, para satisfacer las expectativas que crean en sus electores. Por eso terminan rechazándolos quienes antes, incluso muy recientemente, habían votado por ellos.
De eso nos habla el triunfo de Milei en las elecciones del domingo 19 de noviembre, en Argentina. También, el fracaso de los candidatos afines a Gustavo Petro y el Pacto Histórico en las recientes regionales de Colombia del pasado mes de octubre. La defenestración de Bolsonaro a manos de Lula en las últimas presidenciales de Brasil. La caída, de nuevo, del correísmo en Ecuador, derrotado por el empresario Noboa el pasado agosto. El triunfo de la derecha en las elecciones constituyentes de Chile y el rechazo al proyecto de Constitución escrito por la izquierda que llegó en hombros de las protestas sociales del año 2022.
En Argentina, como han reseñado muchos analistas internacionales, el triunfo de Milei demostró que el hartazgo pudo más que el miedo. Las ganas de cambio que el temor del salto al vacío. Las evidencias de la realidad —4 da cada 10 argentinos en estado de pobreza; 40 millones de pobres; 140% de inflación interanual; las reservas en cifras rojas luego de 20 años de kirchnerismo— han podido más que el trauma de romper con una cultura política, el peronismo, inscrita pro décadas en el ADN histórico de la nación del sur. Un cisma.
Nada, ni siquiera los desplantes más irreverentes —como llamar “agente del demonio” al papa Francisco quien, además, es también argentino; el lenguaje procaz y soez contra sus adversarios; las desmesuras de algunas de sus propuestas, como la de eliminar los ministerios de Educación y Salud; o su performance histriónico de romper frente a las cámaras una maqueta del Banco Central— hicieron que las mayorías argentinas dejaran de votar por el nuevo presidente.
Fue realmente una paliza lo que recibieron Massa y el peronismo. Del total de 24 distritos electorales, solo en 3 perdió Milei. La diferencia porcentual fue superior a 11 puntos (55,7 contra 43), tan contundentes que, antes de que se presentaran los datos oficiales, el candidato derrotado salió públicamente a reconocer su derrota.
Y este no es un dato menor. Demuestra que, con la excepción de Venezuela, en prácticamente toda Suramérica, los sistemas electorales se han vuelto confiables. Que en las últimas elecciones realizadas en la región (salvo los intentos violentos pero inútiles del militarista Bolsonaro), todos los contendores han reconocido sus triunfos o sus derrotas. Y en ningún caso se han dado movilizaciones o procesos judiciales contundentes para impugnar los resultados. Un avance.
El otro dato importante es que, de nuevo salvo Venezuela, la alternancia no solo de presidentes sino de movimientos políticos se ha convertido en un hecho normal y digerible. Mientras en Venezuela un solo partido, el PSUV, y solo dos presidentes han gobernado por ya casi 25 años, en Colombia, por ejemplo, en ese mismo lapso han estado Andrés Pastrana, Álvaro Uribe, Juan Manuel Santos, Iván Duque y Gustavo Petro. En Chile, han estado, por dos períodos, alternándose Michelle Bachelet y Sebastián Piñera, y ahora los sucede Gabriel Boric.
Por eso es tan llamativo lo que acaba de ocurrir en Argentina. Porque quien entra en escena no solo es un outsider como la prensa internacional le ha calificado, es un personaje que va a contracorriente de las convicciones que mueven con fuerza las grandes reivindicaciones progresistas del presente. Está en contra del aborto y el matrimonio igualitario. Reivindica la dictadura y el terrorismo de Estado, de los años 1970 y 1980 del Cono Sur. Y niega todo lo que puede.
Niega que el calentamiento global haya sido producido por los seres humanos. Niega que haya una brecha de género aún insalvable entre hombres y mujeres. Además, es un privatizador compulsivo. Propone, por ejemplo, privatizar los ríos argentinos porque de esa manera, afirma, se impediría que se contaminen. Un río privado, como genera ganancias, dice, será más cuidado que uno público.
Pero quizás lo más novedoso de esta nueva figura de la política latinoamericana es su ideario económico político, que se sale de las dualidades estatismo-neoliberalismo, derecha-izquierda, en la que nos hemos estado moviendo por décadas. Y se afilia a lo que de manera peculiar él denomina anarcocapitalismo.
¿Y qué es el anarcocapitalismo? Pues, tal como se resume en un texto titulado “¿Qué es la Escuela de Austria en la que se inspira Javier Milei y cómo influye en sus radicales ideas económicas?”, publicado por la BBC el mismo día de las elecciones, se trata de una teoría que propone “la total abolición del Estado en favor de la soberanía individual a través de la propiedad privada y el libre mercado”. Los predicadores de esta teoría, entre quienes se encuentra el premio Nobel de Economía Friedrich Hayek, creen a ciegas que la libertad individual es la base del progreso económico y que, por tanto, las decisiones económicas deben ser tomadas por los individuos y no por el Estado o cualquier otro tipo de autoridad central.
Así que la noción de anarco-capitalismo, dos términos que parecieran antitéticos, sería, según este texto muy bien escrito, firmado por Cecilia Barría, una creación de la Escuela Austriaca de Economía, una corriente de pensamiento cuyo fundador fue el austrohúngaro Carl Menger, a finales del siglo XIX, de la cual Milei se convirtió en un devoto mientras era profesor de Economía en la Universidad de Belgrano.
En consecuencia, sus propuestas más sonoras —dinamitar el Banco Central, dolarizar la economía para detener la inflación, acabar con el Estado (es el gran enemigo, dice)— no son caprichos propios sino que se afilian a esta escuela económica que rechaza las teorías económicas más conocidas: las marxistas, keynesianas, monetaristas y neoclásicas.
El domingo 19, al final del día, con el triunfo de Milei y la derrota del peronismo, Argentina, y tal vez América Latina, una región cansada de tropezar muchas veces con la misma piedra, de repetir sus equivocaciones y fracasos, estancada cada vez más en la pobreza y el desencanto, con la imaginación política cansada de más de lo mismo, atrapada en un pantano sin futuro, comenzó —se ha repetido muchas veces por estos días— un viaje hacia lo desconocido.
La noción de anarcocapitalismo genera incertidumbre. Siembra dudas. Suena a contradicción. Como decir “comunismo democrático” o “racismo respetuoso”. Sin embargo, a muchos les gusta pensar que es preferible intentar algo nuevo, aunque fracase, que seguir atascados en un fango sin futuro y sin innovación.
Me rebota en la memoria la frase de Murray Rothbard, a quien se le atribuye la creación del término, publicada en The New Banner en 1972, citada por el artículo arriba mencionado: “El verdadero anarquismo será el capitalismo y el verdadero capitalismo será el anarquismo”. La ideología de Milei. Por ahora un enigma.
Artículo publicado en el diario Frontera Viva