Esta segunda y última parte de mi artículo del pasado sábado 4 de mayo se centra en la figura de Miguel von Dangel; en nuestra nota anterior hicimos especial referencia a sus padres. El admirado y muy querido pintor “venezolano” nació en la ciudad de Bayreuth, ubicada en el centro sur de Alemania, en la Alta Franconia, el 26 de septiembre de 1946. Para ese momento ya los cañones de la guerra tenían más de año y medio en silencio. Durante algo más de tres años permaneció junto a sus progenitores en su ciudad natal. Después de un sin número de diligencias y gestiones consulares, su padre consiguió visa para toda la familia y un contrato de trabajo en Venezuela. Había oído hablar del generoso país sudamericano, abierto a la inmigración europea, rico en petróleo y mucho más en oportunidades. Le ofrecieron un cargo de taxidermista para montar pieles de jaguar americano en el Museo de Ciencias Naturales de Caracas y aceptó la propuesta sin sombras de duda. En marzo de 1950, la familia se trasladó al país sudamericano. A su llegada a la capital venezolana fueron alojados en las ya desaparecidas barracas de Sarría. Allí pasaron la cuarentena obligatoria, recibiendo baños desinfectantes. Después se trasladaron a la casa de unos eslavos, ubicada por los lados de Sabana Grande, donde estuvieron varios meses. Y luego a Petare, el sitio definitivo. El artista recuerda muy bien la primera estancia en aquel Petare que dejaba atrás el sentimiento bucólico que transmitían sus campos, los ríos cercanos con el arco iris de sus peces, los pájaros y sus nidos enredados de calor protector: “Alquilamos una pieza en casa de la familia Pérez, cerca de la calle Libertad. El padre había perdido una pierna en un accidente y estaba enfermo de tuberculosis. El olor dulce y viscoso de su flema impregnaba toda la casa. Hicimos varios peregrinajes dentro del mismo Petare, pero nunca pasamos los límites de ese territorio. Allí echaríamos raíces”.
Lo que Miguel llama eufemísticamente “peregrinajes” fueron en realidad sucesivas mudanzas, de las cuales nos habla en el Diario que comenzó a escribir en 1980. Allí apuntó: “…terminamos viviendo en cuartuchos alquilados y casitas de madera y hojalata. Estas mudanzas resultaban en una curiosa costumbre, debería decir que así lo recuerdo, donde mi padre clavaba una roída alfombra en la principal pared de la nueva vivienda y algún que otro cuadro por él pintado y una poltrona de tercera mano recostada bajo todo este montaje en la misma pared. El resto de la mudanza correspondía hacerla a mi madre y algún obrero circunstancial. Luego en la noche mi padre prendía una mecha de aceite en el pequeño altar de San Onofre y Francisco de Asís”.
Petare es hoy una populosa barriada, apiñada de edificaciones modestas, muchas de ellas desvencijadas por el paso del tiempo, con la suciedad esparcida por sus calles y aceras, la inseguridad acechando en cada rincón y habitada por gente resignada que a cualquier hora del día camina de aquí para allá y de allá para acá en busca de la vida; gente que camina de la casa al trabajo, del trabajo al hogar, de éste al bar de la esquina y de allí al escape disimulado que proporcionan el alcohol o el “pase” de cocaína o cualquier otra manera de evasión de una realidad colmada por todo tipo de estrechez. Rememorando su estancia inicial en una casona colonial donde sus padres alquilaron unas piezas, le dijo a Victoria De Stéfano: «Teníamos dos caballos. Tornado, un bastardo criollo, y Napoleón, un árabe blanco. Los guardábamos en la vaquera de la Urbina. Siempre teníamos problemas con los portugueses. Ya para aquella época comenzaban a cultivar flores y hortalizas en las parcelas de la antigua hacienda de caña. Tornado y Napoleón eran una verdadera amenaza para esas largas y ordenadas hileras de dalias, gladiolos, lechugas, zanahorias, coliflores. Se empeñaban en pastar y corretear libremente sin importarles los sagrados frutos de la tierra. Pero nosotros no estábamos dispuestos a renunciar a nuestros caballos, y así las peleas se sucedían (…)».
Mas el mundo idílico y feliz que parecieran sugerir tales recuerdos no se corresponde, en absoluto, con la impresión racionalista de la adultez. El artista no tuvo tapujo para afirmar que la infancia es la falsa memoria de una etapa sobrevivida; que es real cuando se la vive; falsa e infeliz cuando se la observa; falsa y feliz cuando se la recuerda (…) Con esa carga de temores tuvo que transitar los primeros años por el barrio, enfrentándose a los carajitos más grandes y a los de su edad que lo llamaban, con algo de burla, alemán en lugar de hacerlo por su nombre de pila. La paciencia se le colmó y en ese punto tuvo que liarse a puño limpio con uno que otro vecino para hacerse respetar. Como siempre ocurre en tales casos, la estrategia funcionó: al final se impuso que lo llamaran Miguel y que lo trataran como uno más de ellos.
A pesar de sus pesares hubo muchas experiencias de su infancia que fueron forjando en su interior la mirada penetrante y sensible que haría posible su obra artística. Una de ellas es de una poética alucinante y está relacionada con su padre. Fue recogida en el libro que editó la Galería de Arte Nacional acerca de su niñez. La autora del libro le preguntó si en esa época de su vida había habido algo particular que lo impulsara en el camino del arte. Su respuesta fue esta:
«Yo estaba viciado, saturado por las imágenes de mi padre. Mi padre celebraba la existencia del mundo como un acto de creación absoluta. Expresaba una manera peculiar de ver y representar la realidad. Materializaba visiones, imágenes y las convertía en misterios familiares, otorgándoles así un ímpetu inagotable. Su disposición de ánimo era en esencia poesía. Hacía de la creación una vivencia cotidiana. Poseía esa facultad bella y en sí grandiosa de injertar mitos y poesías en las cosas más triviales. No se cansaba de inventar y reinventar. Modelaba las cosas más singulares a partir de las cosas más insignificantes. Su imaginación lo desafiaba todo y no era fácil –no lo era en absoluto- escapar a la serie sin fin de sus armónicos. Se hizo el portavoz y el intermedio de las riquezas de la vida, las que me devolvía multiplicadas. La materia entera se remitía a sus manos como cera blanda. Desde ese punto de vista él era un artista. Cada una de sus palabras, cada uno de sus actos, se desplegaban ante mí para presentarme, cuadros, escenas épicas, esculturas colosales, sagas, epopeyas. Quizá mi padre, como ningún otro artista, tuvo tanta conciencia de que la mentira no era lo contrario a la verdad, sino una manera humana, directa y excepcional de acercarse a lo que no era ni verdadero ni falso, a aquello que sobrepasaba la realidad. Artista, brujo o nigromante, no importa para nada como quiera llamárselo, conocía los secretos de la vida, el arte de sacar vida nueva de la vida. Y yo participé de ese arte. Me regocijé de sus actos creadores y crecí dentro de ese encantamiento. Sí, sin duda, había muchas cosas que me impulsaban a seguir el camino de la imagen. Era un inalcanzable cuentista de las glorias, esplendores y desdichas de la aristocracia polaca. En sus historias se mezclaban demonios y santos, templos y palacios, el santoral católico con San Onofre y San Francisco de Asís y las sagas eslavas, príncipes y princesas, magos, duendes, elfos, seres mitológicos de su propia inspiración, bosques, sortilegios, tierras ignotas aún no pisadas por el hombre (…) Él era así, ni más ni menos, sin pose».
Lo anterior es un simple abrebocas de mi libro sobre Miguel. Es un texto de 623 páginas que fue patrocinado por la Cátedra Venezuela Ricardo Zuluaga del Centro de Estudios Latinoamericanos Arturo Uslar Pietri de la Unimet, en el 2012.