El 29 de junio, la Cámara de Integración Colombo-Venezolana hará entrega de manera póstuma del premio Sebastián Alegrett a Miguel Rodríguez Mendoza, por su labor en favor de la integración económica de la subregión andina, y muy particularmente, de la integración colombo-venezolana. A todos nos ha emocionado mucho este gesto, que cobra dimensiones especiales al haberse cumplido recientemente un año de la partida de Miguel.
Tanto Sebastián Alegrett como Miguel Rodríguez Mendoza dedicaron su vida al esfuerzo integrador como mecanismo de progreso y crecimiento de los pueblos de la región. Eran hombres preparados, cultos, reflexivos que destacaron por su visión amplia y optimista, por sus aportes, y por su entrega al servicio público. Sin duda, se formaron en otros tiempos en un país lleno de oportunidades. Ambos fueron parte de esa camada de jóvenes que salieron a estudiar al exterior porque tenían el talento, la inteligencia y la perseverancia para prepararse, y luego regresar para ponerse al servicio de Venezuela porque sabían que la clave del desarrollo de un país está en su recurso humano. Ambos profesionales buscaron ampliar los horizontes de Venezuela y sin duda dejaron su nombre en alto.
El aporte de Miguel a la integración colombo venezolana –y que lo hace merecedor del premio este año– se resume en una frase que solía decirnos con frecuencia: Venezuela y Colombia son dos países que deben mirarse de frente y dejar de darse la espalda. Con esa visión de lo que una mayor integración podría aportar en crecimiento económico, en dinamismo fronterizo, en acercamiento cultural, y en posicionamiento en el tablero internacional, Miguel, como cabeza del entonces Instituto de Comercio Exterior y Juan Manuel Santos, entonces Ministro de Comercio Exterior, se dieron a la tarea diseñar una estrategia común que permitió la creación de la zona de libre comercio entre ambos países. Hablamos de la época de las políticas de ajuste estructural y de apertura económica internacional y de integración, de la época en que Venezuela y Colombia junto con Ecuador, Perú y Bolivia, dieron un nuevo dinamismo al Grupo Andino –hoy Comunidad Andina de Naciones–.
Fue en ese contexto que se firmó el acta de Barahona que empezaría a regir la zona de libre comercio en 1992 para Venezuela y Colombia y que supuso el inicio del período de mayor crecimiento del comercio entre ambos países.
Los efectos que esta decisión política produjo están ampliamente documentados y nos dan luces sobre espacios de acción conjunta en el corto y en el mediano plazo. Por ejemplo, en lo cuantitativo se vio un crecimiento del comercio binacional, así como del volumen total de comercio de cada país, aprovechando las economías de escala más eficientes de un mercado más amplio y más competitivo. También se generó más empleo y se le ofreció al consumidor una mayor variedad de productos. En lo cualitativo, se tejió una red de alianzas entre empresas de ambos países que permitió compartir mejores prácticas, estrategias, y un mayor aprendizaje, lo que se tradujo además en una diversificación de los productos intercambiados, siendo esto último de particular importancia para Venezuela, pues se trataba de productos no petroleros, con lo que se concretaba un viejo objetivo de ampliación y diversificación de la oferta exportadora. Como consecuencia de este crecimiento binacional, se crearon comisiones fronterizas para analizar acciones que permitieran facilitar el comercio (como trámites, transporte terrestre, el estado de las vías de comunicación, etc.), así como avanzar en otros temas de orden social y de seguridad ciudadana. Y de manera natural, se consolidó formalmente y de forma reglamentada, lo que en los orígenes de ambas repúblicas era parte de la cotidianidad: las zonas de integración fronteriza, cuyo dinamismo e intercambio en la frontera binacional, en particular, entre Norte de Santander y Táchira, y Zulia y Guajira, fue de especial importancia, pues alcanzó a crear aproximadamente 50.000 puestos de trabajo.
A pesar del cambio de dirección que sufrió la política exterior y de integración de Venezuela, que se expresa en su subordinación a objetivos ligados a la exportación del actual modelo ideológico, y a pesar de la denuncia del Acuerdo de Cartagena en 2006, el aumento del volumen de comercio binacional pasó de aproximadamente de 700 millones de dólares en 1990 a más de 7.500 millones de dólares en su momento de mayor intercambio. Aun debilitado, el comercio entre ambas fronteras se mantuvo vibrante hasta el cierre de los puentes y cruces fronterizos a partir de 2015, y que ahora está sembrado de guerrilla, mafias y coyotes.
Pero Miguel no solo fue uno de los artífices de esta dinámica tan enriquecedora y positiva para ambos países. Fue además el jefe negociador que liderizó la adhesión de Venezuela al GATT, hoy en día la Organización Mundial de Comercio, ampliando así los horizontes de Venezuela más allá de la región y creando oportunidades para un sector productivo más fuerte y ágil. Es los predios de la OMC todavía se recuerda ese exitoso proceso de negociación.
La carrera de Miguel se conoce poco, quizás porque no era un político como los que abundan hoy en día, y porque era un hombre sencillo y bueno. Era más bien un “hacedor” de políticas públicas que ocupó cargos nacionales, regionales e internacionales de alto nivel. Es, probablemente, después de Manuel Pérez Guerrero, secretario general de la UNCTAD de 1969 a 1974, el venezolano que ha ocupado el más alto cargo en un organismo multilateral, al haber sido designado director general adjunto de la OMC entre 1999 y 2002.
A Miguel lo conocí en el otrora Congreso de la República cuando trabajaba como directora de Secretaría de la Comisión de Política Exterior de la Cámara de Diputados. Venía con una parte de su equipo negociador a presentar los resultados del proceso de la adhesión de Venezuela al GATT, y así iniciar el camino hacia la ratificación del tratado de adhesión. Posteriormente fui su Directora de Gabinete en el Instituto de Comercio Exterior.
Y aunque nos mantuvimos siempre en contacto, fue en Ginebra donde vivió el último período de su vida y donde, aparte de estrechar los lazos de amistad entre ambas familias, volvimos a trabajar juntos, esta vez en pro del regreso de la democracia a Venezuela.
Dice el reglamento del Premio a la Integración Sebastián Alegrett de Cavecol que el premio se otorga en memoria de uno de los venezolanos que más trabajara en su vida para ampliar los horizontes y la visión de Venezuela hacia el exterior.
Miguel es, sin lugar a dudas, merecedor de tal distinción.
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