El pasado 16 de febrero, tras ser despojado de su nacionalidad junto a otros 93 compatriotas, Sergio Ramírez condensó en un tweet sus sentimientos sobre lo ocurrido. Con su florida prosa sintetizó el zarpazo represivo: “Nicaragua es lo que soy y todo lo que tengo, y que nunca voy a dejar de ser, ni dejar de tener, mi memoria y mis recuerdos, mi lengua y mi escritura, mi lucha por su libertad por la que he empeñado mi palabra. Mientras más Nicaragua me quitan, más Nicaragua tengo”.
El tribunal que los castigó quiso cargarse de razones cuando explicó su condena con base en los terribles “delitos” cometidos, con figuras legales que en cualquier sistema democrático ni siquiera son tenidos en cuenta, pero que forman parte de la matriz “legal” de países como Cuba y Venezuela en América Latina, o incluso de Irán y Rusia. Por eso los acusó de “ejecutar y continuar ejecutando actos delictivos en perjuicio de la paz, la soberanía, la independencia y la autodeterminación del pueblo nicaragüense”.
En defensa “de la paz y el bienestar de la población” se los condenó sin pruebas, sin el debido proceso y de forma sumaria por desestabilizar el país y promover bloqueos económicos, comerciales y financieros. La condena, que pretende ser ejemplificadora y contundente, también los declaró traidores a la patria, prófugos de la justicia y los inhabilitó por vida para ejercer cargos públicos. Por si fuera poco, los privó de sus bienes (inmuebles y sociedades), que pasan a disposición del Estado nicaragüense.
Ramírez fue condenado junto a otros perseguidos, como la también escritora Gioconda Belli, el obispo Silvio Báez, los excomandantes sandinistas Luis Carrión y Mónica Baltodano y la defensora de derechos humanos Vilma Núñez. En pocos días, más de 300 nicaragüenses fueron privados de su nacionalidad, ya que previamente los 222 presos políticos que fueron sacados de las mazmorras del régimen para ser deportados a Estados Unidos sufrieron el mismo castigo.
Todo esto es la última vuelta de tuerca del intento sistemático de la dictadura de Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo de acabar con la mínima muestra de oposición que pueda cuestionar las bases de su gobierno, que con total hipocresía definen como democrático. Esta deriva comenzó en 2018, cuando para silenciar las protestas sociales más de 300 manifestantes fueron asesinados en las calles por las llamadas fuerzas del orden.
Una de las derivadas más terribles de lo ocurrido en Nicaragua fue el casi unánime silencio o indiferencia de la izquierda latinoamericana, especialmente de los gobiernos autoidentificados con la misma y del progresista Grupo de Puebla. Este intento de ponerse de lado, no sea cosa de incomodar a los verdaderos revolucionarios, solo expresa complicidad con una dictadura empeñada en seguir huyendo hacia adelante.
Una de las respuestas más escandalosas es la de López Obrador, que en lugar de referirse claramente a los hechos apuntó a que estarán “atentos” a lo que ocurra en Nicaragua, como si con lo sucedido no tuviera bastante. Por su parte, el colombiano Gustavo Petro, tan rotundo en muchas ocasiones, se limitó a una tímida condena y como en el caso mexicano, tras mostrar su preocupación, también dijo que seguirá los acontecimientos con atención.
El cuadro se completa con el no pronunciamiento de Argentina y Brasil. Si algo así era esperable del gobierno kirchnerista/peronista de Alberto Fernández, es más incomprensible el silencio de Lula da Silva, cuyo regreso ha generado tantas expectativas en la comunidad internacional, pero que ya empieza a dar algunas señales contradictorias. La única honrosa excepción fue Gabriel Boric, que no solo llama dictador a Daniel Ortega, cosa que ninguno de sus colegas hace, sino también mostró su solidaridad con los perseguidos diciendo “que la patria se lleva en el corazón y en los actos, y no se priva por decreto”. A esta posición se sumaron los gobiernos de Ecuador y Uruguay.
De algún modo, esta deriva hacia la “neutralidad” en lo relativo a Nicaragua y a la violación sistemática de la legalidad y los derechos humanos es comparable a conductas similares de los mismos protagonistas para evitar condenar a Vladimir Putin y a la Federación Rusa por la invasión de Ucrania y la vulneración de la soberanía ucraniana.
Contrasta la falta de definición latinoamericana con las posiciones de Estados Unidos y España. Mientras la Administración Biden acogió a los 222 presos políticos liberados, el gobierno español, en una reacción rápida y acertada, ofreció conceder la nacionalidad española a todos quienes habían sido privados de la nicaragüense. Primero, al contingente de los 222 refugiados en Estados Unidos y luego a los otros 94, pero con la promesa de hacer extensivo el ofrecimiento a nuevos represaliados.
Lo importante en este momento es no olvidar a Nicaragua, no olvidar las atrocidades de la dictadura neosomocista de Ortega–Murillo, no olvidar a quienes siguen padeciendo la brutalidad de sus calabozos, como el obispo Rolando Álvarez, ni tampoco olvidar a los miles de nicaragüenses que viven en el exilio. Como apuntó Gioconda Belli en su poema «Nicaragua»: “Arranco de tu pelo a los que te venden, te roban y te abusan/ te cuento cuentos en la esquina de mi almohada/ te arropo y te tapo los ojos/ para que no veas los verdugos que llegan a cortarte la cabeza”.
Artículo publicado en El Periódico de España
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