El 28 de julio, una concurrida marcha atravesó la ciudad de Barquisimeto para dirigirse a la sede de la Gobernación del estado Lara. Era allí donde querían expresar los motivos de la protesta. Estaba constituida por docentes de esa región, algunos de ellos profesionales que tienen tres y cuatro décadas dedicados sin descanso a la educación y el servicio público.
En un punto del recorrido, tal como puede verse en imágenes publicadas en Twitter, funcionarios de la policía de la entidad intentaron impedir que la marcha continuara hasta su destino. Pero el bloqueo apenas logró resistir el empuje de la protesta. Los manifestantes, coreando la frase “somos docentes, no somos delincuentes”, rompieron el cordón policial y continuaron adelante.
Esta marcha ha sido precedida por muchas otras y es muy probable que, en las próximas semanas, continúen. El 21 de julio, por ejemplo, otra marcha de trabajadores, esta vez en Caracas, se dirigió a la sede del Ministerio Público con el mismo objetivo: exigir la derogación del Instructivo de la Oficina Nacional de Presupuesto (más adelante me referiré al contenido de este adefesio gubernamental). Esta marcha no fue exclusiva de docentes. Participaron masivamente trabajadores de la administración pública (de varios ministerios), de la industria petrolera, empleados y trabajadores de las universidades.
Entonces ocurrió algo semejante a la escena narrada en el párrafo anterior: miembros de la Policía Nacional Bolivariana -PNB-, esta vez con el apoyo de funcionarios del PSUV-Alcaldía de Caracas, intentaron impedir el avance de la protesta. También fue inútil. La firmeza de los que protestaban, en el propósito de seguir adelante, logró sortear el bloqueo y alcanzar su objetivo. Esto es importante: esos funcionarios del PSUV dispuestos por el gobierno de Maduro eran grupos de choque. Estaban allí con el único de propósito de que se produjera una confrontación: esto justificaría que los funcionarios de la PNB disolviesen la marcha a la fuerza (muy probablemente lanzarían bombas lacrimógenas), detendrían a unos cuantos docentes, les abrirían expedientes y quién sabe cuántas cosas más.
Días atrás, por ejemplo, el 12 de julio, otra concentración llamativamente concurrida, partió de la esquina El Chorro, en la avenida Universidad, llegó hasta la avenida Baralt, en el corazón de Caracas, y se dirigió hasta la sede del Tribunal Supremo de Justicia, con la misma exigencia: la derogación del adefesio. En esa marcha fue detenido un dirigente de los trabajadores de Barrio Adentro: así están las cosas en la revolución bonita.
El adefesio de la Onapre debe ser el más peligroso y estructurado ataque del régimen de Chávez y Maduro que se haya producido en 23 años. Su nombre oficial es “Proceso de Ajuste del Sistema de Remuneración de la Administración Pública, Convenciones Colectivas, Tablas Especiales y Empresas Estratégicas”. Lo que se propone, en lo esencial, es eliminar una serie de derechos laborales, desconocer principios como los de Intangibilidad y Progresividad de esos derechos, y modificar las históricas escalas salariales, que se definían según tipo de personal, grado y nivel. Si traducimos toda esta engañifa a los hechos, lo que tenemos es que Maduro pretende destruir las bases de la contratación colectiva, acabar con beneficios generados por la antigüedad y crear un marco “jurídico” con el cual reducir los ingresos de los trabajadores del sector público. En resumen: el adefesio es un instrumento para empobrecer a los trabajadores y al país.
Estos ejemplos son piezas de un fenómeno de más vastas proporciones: el de un país que sigue protestando, de forma diaria e incesante. A este tema me he referido en los últimos tres años, en varios de mis artículos.
Ahora tenemos que, a mediados de julio, el Observatorio de Conflictividad Laboral y Gestión Sindical presentó su informe correspondiente al primer semestre de 2022: se han producido 880 conflictos laborales. Esta cifra marca un notable incremento con respecto a 2021: en la primera mitad del año se han producido más de 65% del total de los conflictos reportados el año pasado. Entre los hechos que destaca la información, hay que poner atención a estos dos datos: 39% de los casos provienen del sector salud. 19% del sector educativo. Cuando se revisan las motivaciones de las protestas -pésimos salarios, incumplimiento de las convenciones colectivas, despidos injustificados-, se entiende contra qué están protestando estos ciudadanos venezolanos, madres y padres, jefes de familia, personas con necesidades: contra el hambre, contra el continuo empobrecimiento, contra la insensibilidad de la clase política hacia estas luchas.
Tanto los trabajadores de la Salud como los de la Educación declaraban que no querían políticos en sus protestas, porque esa presencia distorsionaba el sentido de sus luchas. Eso es razonable. Pero que no sean invitados a participar no explica el silencio mayoritario de la oposición democrática frente a estas protestas, ahora mismo, mucho más relevantes que unas jornadas de diálogo en México que no conducirán a ninguna parte.
Hay un país hambreado, desprovisto de servicios públicos, despojados de derechos laborales, sin hospitales, sometido a una inflación que no se detiene; un país extorsionado en los despachos y en las alcabalas; un país abrumado por el miedo a la delincuencia organizada y por la impunidad de la que disfrutan los funcionarios de todo nivel. Ese es el país extenuado y harto, que no recibe respuestas del poder, pero tampoco apoyo del liderazgo político opositor, que debería estar dedicado, con recursos profesionales, organización y energías, a denunciar y aglutinar el descontento que recorre las calles de Venezuela. ¿O no?