Tenía la casa llena de gatos, pero solo había bautizado a unos cuantos preferidos: Piano, por pequeño y silencioso. Fortuna, porque había sobrevivido más de siete veces. Billete, a quien encontró siendo una cría en una venta de loterías y Augusta Soberbia que tenía el peor humor felino del mundo minino.
Muñequero a veces, maestro las más y poeta siempre, vivía enamorado de la vida y de aquellos seres propios de la raza mujer. Pero enamorado, sobre todo, de aquellas que lucían modelos de mujer. No modelos de pasarela, no, aunque también, sino mujeres que de tanto serlo, eran íntegramente femeninas, rotundamente hermosas, hembronas, mujeronas.
Se enamoraba, se elevaba y caía con la misma fuerza y la misma frecuencia con que se ponía a volar montado en las alas, en las flechas, en la cabeza o en la espalda de Cupido, donde lo atraparan las sensaciones, las emociones, los estupores, silencios y temblores de estar apenas al lado de una mujerona. Si iba en el autobús, salía de allí con una novia. Si se montaba en el tren, encontraba allí una nueva. Si en el restaurante era una bella mesonera quien le atendía, salía silbando de contento con su novia de allí. Claro, ninguna de esas mujeronas se enteraba de que eran sus novias y eso a él le interesaba bien poco. Era su secreto y con eso le bastaba para seguir enamorado por la vida.
Llegó un día en el que seguramente se enamoró mucho y creía no saberlo. Pero es que era muy difícil no enamorarse de aquella mujer, alta, morena, con un busto exuberante y unas larguísimas piernas como de jirafa cachorra; con unos labios acomodados, quiero decir, una boca presta para el beso; una mirada de ojos negros que penetraban al mundo con gula llena de preguntas, unos cabellos negros y enroscados como numerosos signos de interrogación y, de cuando en cuando, una sonrisa poderosa de dientes blanquísimos que aparecía en su serio rostro solo cuando había un tirabuzón emotivo o una razón de gracia.
La llamó Margarita cuando la vio por primera vez con el mar de fondo y acertó, porque era ese su segundo nombre… es que parecía una flor sencilla, una margarita, bella y esbelta, cándida y profunda al mismo tiempo.
A partir de ese momento, si hacía una muñeca de trapo, ella era la modelo. Entonces, conseguía una tela marrón del mismo tono de la piel morena de su musa, le modelaba el cuerpo con las mismas voluptuosidades, iguales vibraciones y hasta con el mismo gesto de despedida propio de la muchacha: una mano extendida hacia arriba como diciendo adiós y en la otra, un ramo de flores. Le hacía hasta unas pantaletas de encaje, la llenaba de colores y alhajas, unas ropas estrafalariamente combinadas, le ponía unos ojos bien abiertos, un botón rojo de boca, el pedazo de una pequeña hebilla hacía de nariz ¡cómo un pincelazo! y colorete de fresas secas pulverizadas en un mortero con lo que le terminaba de dar el toque de muñeca linda que tenía su modelo. Y la llamó Margarita Chocolate ¡Toda una monada!
La muñeca cambió de nombre porque a la niña donde fue a parar le costaba hablar todavía y en lugar de decirle Margarita, la llamó Mica, porque es que Margarita Chocolate creció entre otros muñecos y muñecas hasta el día en que le tocó partir para una ciudad de juegos y fue así como llegó a las manos de esa niña que tenía un gato de angora.
La niña y el gato se enamoraron de Margarita Chocolate, pero más el gato quien jugaba a cada momento con la muñeca, hasta que un día se le ocurrió acercar su hocico a la boca de botón rojo y con la cosquilla de los bigotes y el beso que le plantó, la muñeca se animó.
Con monerías de mascota chiquita ella, y con zalamerías gatunas él, pasaban juntos los días y sus noches para arriba y para abajo. Él se acostaba en su regazo y ella le sacaba las pulgas con ternura sostenida. La celaba de cuanto bicho se le acercara, hasta de la niña que dejó de jugar con los dos porque entendió que se trataba de una relación de novios de siete vidas y pico.
Comían juntos, paseaban juntos tomados de la mano, se perdían días enteros y volvían por las noches ronroneando y dando saltitos. A veces pasaban días sin verse y regresaban para encontrarse en el secreto de los callejones donde alumbra el otro lado de la luna.
Así se les pasó la vida, enamorados sin saberlo, embelesados en el amor posible de una Mica y un pícaro de angora que se fue a vivir donde un señor que tenía la casa llena de gatos.
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