Disfruto cuando al despertar veo a través de la ventana de mi cuarto el elegante desplazamiento de los zamuros por el cielo nublado o azul. No vuelan sino que planean y describen círculos cada vez mas alejados de un centro que solo ellos conocen o retozan en grupo y desaparecen del marco de mi ventana para reaparecer, los mismos, o tal vez otros en el lado opuesto del ventanal, siempre impulsados por el aire o por su propia naturaleza y descubro que esa naturaleza también me pertenece. Desde niño supe que no hay camino porque se hace camino al andar y yo anduve, tropezando aquí y allá; cayendo una o dos o tres veces a causa de algún desengaño o desilusión política o personal y al término de la asombrosa y frágil aventura de mi vida por caminos que yo solo tracé, encuentro que uno de mis mayores anhelos es cruzar el cielo de estos feos zopilotes que no obstante me deleitan con la suave y silenciosa elegancia de sus vuelos y bailan mientras devoran las carroñas que sus ojos detectan desde lo alto.
Aparecen en un cielo que también vio a Remedios la Bella en uno de aquellos años de soledad que conocieron los Buendía cuando el aire de las dalias y los escarabajos se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria.
Breves y pequeños rasgos oscuros que van marcando un rumbo que solo estas aves conocen, círculos de notable perfección que van haciéndose cada vez más amplios, pero que se vuelven inútiles y reiterativos por la aparición de otros puntos de alada negritud que inician nuevos círculos.
Siempre lo intuí, pero ahora lo constato con certeza porque siento que mi vida se acerca a su final. Sólo en préstamo pertenecí al reino animal porque mi verdadera naturaleza se complace en respirar el aire del bosque y soñar con espacios azules. ¡En cualquier momento dejaré de estar aquí, pero me regocija saber que siempre he sido otro!
Como si fuese un pájaro desplazándose en el aire, siento que mi memoria se aleja de mí para enfrentarse al tiempo y encontrarse con un sobrino a quien nunca más volví a ver después de que me dijo aquella tarde, aplastada por la lluvia, que quería ser ave pero también río que se precipita desde los riscos para convertirse en polvo de agua al caer; y sabiendo que apenas le faltaba un semestre para graduarse de ingeniero civil, lo increpé y con una autoridad que siempre he detestado le exigí que se convirtiera en lo que deseara convertirse, pero que lo hiciera después de asegurar su vida con un título universitario en la mano. ¡Lo hizo! Resultó ser un profesional de éxito y di por sentado que había ensombrecido su naturaleza porque siendo ingeniero no insistió en ser ave del cielo o polvo de agua al caer desde los riscos más altos y eso me entristeció porque desde entonces me persiguió la culpa por no haberle permitido ser lo que deseaba ser. Sin embargo, supe que al retirarse de su profesión se internó en la montaña y allí se hizo bosque, aprendió a ser lobo, entró en contacto con el verdor de una nueva vida, descubrió que su verdadera naturaleza permanecía intacta, le dio la espalda a las matemáticas y nunca más salió de la montaña.
Una mañana, el recuerdo de aquel ingeniero y pariente entró violentamente por la ventana de mi habitación y su espléndida y abierta mirada de bosque ancló en la mía y me hizo ver que siempre quise ser como él, ave de montaña y agua de cielo, pero las cobardes vacilaciones de mi propia vida postergaron mi navegación por los océanos de la poesía mientras me resistía a reconocer y aceptar que mi propia naturaleza no era necesariamente humana, como creía. No me atrevía a confesar que me complacía ver caer las hojas de los árboles o dispararse el vuelo de los pájaros por temor a las burlas y a los sarcasmos que suscitarían mis declaraciones.
Pero lentamente, mientras comenzaba a escuchar la música inaudible que se esconde detrás de las palabras, me fui convirtiendo en pájaro o en agua que se desborda y cae tal como anhelaba el sobrino de mi memoria antes de ser el ingeniero que inconsultamente le ordené que fuera.
Hablar de la música que se oculta detrás de las palabras es una manera de orientar a quien intente negar o condenar mi derecho a defender la poesía que me prolonga y me hace ser rumor de árbol y profundidad del mar porque la poesía impide que desatienda el maravilloso desorden de mis sentidos. Me sumerjo en la lectura de los libros que me buscan y me encuentran y contemplo arrobado la belleza de lo que me rodea. Trato de hallarla en la fealdad que también me asedia, pero no siempre la encuentro; me distancio y rechazo a quienes se degradan a sí mismos al abrazarse a la ignominia o pervertirse en el autoritarismo; adoro a mis amigos que igualmente me valoran y estiman y por fortuna supe a tiempo que el arte no solo es un sálvese quien pueda sino una gran mentira que se transforma en la única verdad que reconoce mi propia naturaleza.
¡No sé qué es la felicidad, pero conozco el camino que lleva hacia ella!