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Mi propia Almudena

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Ha muerto en Madrid a los 61 años Almudena Grandes, una de las grandes novelistas españolas, que, igual que don Benito Pérez Galdós contó en episodios nacionales, esta vez sus “episodios de una guerra interminable” la historia de los vencidos en la guerra civil.

Cada uno ha sacado a luz a su propia Almudena ahora que sombras suele vestir.

La mía está sentada en una mecedora en el corredor de nuestra casa en Managua, febrero de 2009. A contraluz, como una fotografía mal tomada, tras ella estalla en rojo y morado la buganvilia que cubre la cerca lateral. Son cielos de incendio aquellos. Lleva un blusa verde y los pantalones son negros, la melena atada atrás en un moño con una cinta rosa. Se mece lentamente, impulsándose con los pies. Tiene aire nicaragüense en sus rasgos, o gitanos, o madrileños. Lo que sea. Pero Almudena está sentada allí, bajo esa luz de encendidos oros del trópico incandescente.

Acabamos de llegar de León, donde he servido de cicerone a la tropa formada por ella, su marido Luis García Montero, Jesús García Sánchez (Chus Visor), Javier Bozalongo y Daniel Rodríguez Moya, una tropa medio andaluza, castellana, catalana. Todos han venido al Festival Internacional de Poesía de Granada, y hemos hecho el largo viaje por carretera para enseñarles los lugares de peregrinación dariana, la catedral, donde está enterrado el poeta bajo su frío León de marmolina, al pie de la estatua de San Pablo, la casa solariega donde vivió su infancia. Andamos a pie por esta ciudad en la que viví mis años de estudiante, y donde de una acera a otra todo el mundo solía saludarse con un ¡adiós poeta!, un título universal.

Este barrio mío de Colonial Los Robles era, eso sí cierto, el barrio de los poetas: al otro lado de la calle vivía Ernesto Cardenal, y a pocas cuadras Claribel Alegría, a quien visitamos en tropa, la misma del viaje a León, a las cinco de la tarde, hora puntual del happy hour en su jardín, las viandas y botellas sobre una mesa de hierro calado.

La mía, la Almudena que bien recuerdo, está en su casa en Madrid, 2006, en la cocina atestada de cacerolas y sartenes, preparando con manos ágiles y aire decidido toda suerte de tapas, tortillas que corta en trozos, ensaladilla rusa, croquetas que saca doradas del aceite hirviente, cientos de manos que se afanan como si fueran ajenas pero son todas suyas, van y vienen las botellas de vino, en la sala suben de tono las conversaciones y estallan las risas, las bromas cruzadas entre Joaquín Sabina y Benjamín Prado son de filigrana, historias de equívocos en un hotel de Praga, mientras Chus Visor, al lado de Conchita, asiente sonriente, como un doctor Spock recién bajado de la nave espacial.

Esa vez veníamos de la presentación de mi libro de cuentos El Reino animal en el ayuntamiento de Alcobendas, que había hecho Luis, y mientras viajábamos hacia allá lo llamó don Francisco Ayala, granadino como él, que algo quería consultarle, y quien presidía entonces las celebraciones de su propio centenario, que sobrepasó, sin dejar nunca de tomarse su whisky vespertino. Tiempo antes, en 2007, en Casa de América en Madrid, había presentado Almudena mi novela La Fugitiva.

Mi propia Almudena está otra vez sentada en la misma mecedora, ocho años después, las buganvilias encendidas siempre atrás de su silueta, sólo que ahora su blusa es color salmón; se levanta y me dice: “enséñame tus libros, enséñame donde escribes”. Ha venido por segunda vez a Nicaragua junto con Luis, para participar en el festival Centroamérica Cuenta que ya comienza a ser acosado por la tiranía bicéfala, y ha participado en dos mesas, una sobre novela e historia, otra sobe novela y erotismo.

Yo había estado al lado de su mesa de trabajo en su casa de Madrid, había recorrido sus libros, y ahora cumpliríamos ese mismo ritual a este lado del atlántico. En un estante, al lado de los libros de Javier Cercas, descubre los lomos negros de los tomos de sus Episodios de una Guerra Interminable, con un sello verde adherido que uso para marcar los libros que he leído, porque una biblioteca como la mía es un mar proceloso de memoria, pero también de olvido, señales para no perderse en un bosque tan umbroso de tantos tramos y galerías.  “De estos míos tan gordos no vas a poderte olvidar”, me dice.

Aparte tengo un tramo segregado de los poetas a los que siempre acudo y sólo yo sé dónde encontrar. Cavafis, Baudelaire, y Carlos Martínez Rivas, Raul Zurita, Jean Margarit, Rafael Cadenas, Luis, que anda por el bosque, husmeando por su cuenta.

Luego se sienta Almudena en la silla en que escribo, y se aplica a firmarlos todos, señal imborrable de su paso por el bosque. Esos libros suyos, y los de Luis, permanecen en esa biblioteca que he dejado atrás en Nicaragua.

Ahora todo está en silencio en ese bosque. Los estantes de libros en la penumbra, quietos, en el recinto cerrado, esperando la mano que los devuelva a la vida. La mía, que he vivido entre ellos, dichoso de su compañía. Exiliados también ellos, en su propia soledad.

Y, por último, aquella vez de la peregrinación a León en 2009, Almudena contra el paisaje de las olas que revientan en el balneario de Las Peñitas donde almorzamos pargo frito en un restaurante de la costa fulgurante del mar Pacífico, defendidos del sol bajo un techo de palmas.

Y las fotos de su funeral que miro desde Guadalajara, Luis inclinado sobre la fosa depositando un ejemplar de su libro Completamente viernes, y aquí la Feria del Libro, donde tantas veces estuvo, que va a empezar sin ella, pero su sonrisa lejana y ausente queda en la contratapa de sus libros, la historia interminable de la España negra que nos dejó de contar de pronto.

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